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Ciudadano Trump

La democracia americana se encuentra en un panorama de polarización social
Francisco Collado Campana
martes, 15 de noviembre de 2016, 00:07 h (CET)
El mundo ha gemido después de conocer el ascenso de Donald Trump como nuevo Presidente de los Estados Unidos. Las encuestas que daban la victoria a Hillary Clinton han fracasado y después de ocho años de los demócratas en la Casa Blanca se produce una alternancia republicana. Desde Bruselas, miran con ojos escépticos y desconfiados al flamante comandante en jefe, mientras las bolsas de distintos países empiezan a dar síntomas de ansiedad, entre ellas las del BBVA que tiene gran parte de su negocio en México.

La gente, sobre todo fuera del país, se preguntan cómo es que este señor con un discurso misógino, xenófobo y excluyente ha alcanzado a ser cabeza del ejecutivo. Incluso los manifestantes que hace unos días se han pronunciado frente a la Torre Trump están atónitos con tan díscola elección. Como dijo Fernando Savater este fin de semana, la democracia implica que tengamos compartir la cosa pública con otros ciudadanos menos agradables a nuestros oídos. Y eso es tanto lo bueno como lo malo, ya que la otra opción sería lanzar a estos sujetos fuera de las instituciones, lo que ya no sería ni democrático ni sano para una democracia que tiene que acoger incluso a las posiciones más extremistas en su seno.

La democracia americana se encuentra en un panorama de polarización social, donde el discurso de Donald Trump ha captado las esperanzas y los miedos de las clases baja y media. Sobre todo cabe pensar en los tradicionales trabajadores de las ciudades industriales como Detroit, lanzados al desempleo y a la carencia, que observan en el nuevo Presidente una luz al túnel de una situación, producida presumiblemente por los latinos y otras etnias que ocupan sus puestos de trabajo. No obstante, cabe observar hasta qué punto es realizable la agenda política que Estados Unidos pretende implementar con su nuevo ejecutivo y entre las cuales o son irrealizables o ya se han hecho antes.

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De todos es bien sabida, la nula moralidad del presidente del Gobierno y su entorno familiar y político. Pero no es menos conocida su enorme caradura para decir -o hacer- una cosa y la contraria, en menos de un minuto, sin que le salgan los colores. Pero el colmo de la desfachatez le deja con el tafanario al aire cuando censura, sin piedad por los demás, lo que él mismo se permite practicar con frecuencia y avidez.

 
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