Siempre que tengo la oportunidad, y si no dispongo en ese momento de ella no paro de buscarla hasta encontrarla, aprovecho para contarle a todo aquel que quiera escucharme que hasta los veinte años no había leído un solo libro que no fuese de texto. Y teniendo en cuenta que a los catorce me vi obligado a dejar la escuela para, a continuación, empezar a ganarme la vida como ayudante de electricista, el primer sorprendido de que sienta debilidad por la escritura soy yo mismo. Porque ni mi madre, que apenas sabía leer, ni mi padre, que sí sabía pero que no le interesaba en absoluto, pudieron ejercer, los pobrecillos, influencia ninguna en ese aspecto.
Me refiero a mis progenitores en pasado, porque ninguno de los dos sigue vivo. A mi edad, no sería tan extraño conservar con vida a ambos, pero aun así, entre eso y que me concibieron a una edad ciertamente tardía, el caso es que soy huérfano desde 1996, año en el que falleció papá, doce después de que lo hiciese madre. El uno, de un infarto, y la otra, tres cuartos de lo mismo, lo que en términos de herencia genética no me deja demasiado bien parado. Claro que, si no fuese un problema cardíaco sería por otra cosa. Y visto desde un punto -lo sé- ciertamente egoísta, me conforta en buena medida.
Ninguno de los dos, como ya he dicho y por los motivos que fuesen, era lector. No es extraño, pues, que siguiese yo esa pauta, que tampoco digo que sea mala ni buena, si no diferente a la mía hoy día. De hecho, a la lectura le debo tanto que sólo tengo palabras de elogio hacia ella. Si los libros no sería el que soy, esa es una verdad irrefutable que defenderé ante cualquiera que la niegue. Ellos me han acompañado desde los veinte años, edad en la que empecé a ser consciente de la necesidad de crecer de todo ser humano.
De ahí –barrunto- mi obsesión por la escritura. No hace de eso ni cinco años, escribir me resultaba un verdadero suplicio. Me costaba un mundo concentrarme en la redacción, tanto es así que sólo cuando tenía en mente una idea muy clara de lo que iba a narrar me ponía ante el teclado. Y, aun así, continuaba intentándolo. Hice mía la sentencia de Marina que, más o menos, dice así: “…muchas personalidades vulneradas o vulnerables decidieron inclinarse por la literatura intentando disfrazar el sufrimiento que sentían por ello; para no acabar cediendo a la mediocridad que me envolvía.
Siempre había creído que mi mayor hándicap era la ausencia de método, de hecho esa fue la razón que me impulsó a cursar una carrera universitaria, a una edad por cierto en la que se piensa más en la jubilación que en abordar nuevos retos profesionales. Pensaba entonces, no sin razón alguna, que la facultad de educación me facilitaría la adquisición de un procedimiento o hábito de trabajo, pero sólo al terminar la diplomatura alcancé a vislumbrar que lo único que podía ayudarme a soportar los largos y tediosos períodos aguardando la llegada de las musas, era algo con lo que cuentan todos aquellos que se dedican a escribir, si no profesionalmente, sí al menos de manera habitual: vocación.
Francamente, ignoro si es la disposición que le voy poniendo o simple y llano empecinamiento lo que, desde entonces, me ha motivado para continuar escribiendo, ahora sí en ausencia que cualquier grado de laceración, emborronando folios sin tiento, pero el caso es que cuando lo hago procuro marcar las distancias entre lo plasmado en el papel y mi estado de ánimo en aquel preciso momento. Siempre hay algo de uno, claro está, en todo lo que se cuenta, pero el lector no tiene por qué conocer la diferencia. Es más, se debe hacer lo posible para maravillarle. Ahí estriba, a mi juicio, el valor emocional de cualquier escrito que se haya redactado bajo la influencia de lo cotidiano, lo natural y, en suma, lo real.
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