Después de Vistalegre II, esa checa sin purgas, ese infierno sin calor, Podemos, la mitad de la izquierda nacional, revoca el rumbo marcado por Iglesias. Sólo un 37% de apoyos son los que ha logrado recabar Errejón entre las bases. La otra mitad de la izquierda nacional, la clásica, la de 1879, 1931, 1936, 1977, 1982, 1986, 1990, 1993, 2004 y 2008, ha de decidir. El balón está en el tejado de Ferraz.
La semana pasada, antes del “choque de trenes”, por hablar en términos de Bescansa, el CIS arrojaba una nueva información. Sólo el PSOE era el partido que subía en número de votos. Acto seguido, la algarabía se apoderaba de la gestora. El giro del PSOE había logrado mejorar los resultados. La dicha embriagaba a los nuevos ocupantes de Ferraz. Sin embargo, el informe continuaba: consolida a la formación morada en la segunda posición, pese a la pérdida de votos.
El PSOE, a tenor de los resultados de Vistalegre II, debe forjar su propio rumbo, sin mirar por el retrovisor, que se ha convertido en luna. Debe fraguarse una dirección propia, autónoma y no comparativa. Los tiempos no evolucionan: mutan. Prueba de ello es que, en las ocasiones en los que los medios se han intentado involucrar en las tensiones de Podemos, su opinión ha tenido un efecto boomerang, soterrando al privilegiado y elevando al denostado.
Fuentes fidedignas del PSOE me confesaban, felices, que la victoria de Pablo Iglesias había sido el mejor resultado para el PSOE. No obstante, por alguna razón, creo que los socialistas no se han enterado de nada. La política no se describe en izquierdas y derechas, ganando la pugna aquellos que logren atraer a la mayor cantidad de centristas. La crisis económica y los nuevos modelos sociales han desplazado las fisonomías clásicas de la política. Ahora, hablamos de arriba y abajo: transversalidad.
Decía Borrell que “nuestros hijos —los del PSOE— están en Podemos”. Qué gran razón desprendía en sus palabras el ex-ministro sanchista. Asimismo, el PSOE continúa en ese bucle yermo. El CIS de noviembre de 2016 advirtió que Unidos Podemos ha seducido a la mayoría de los jóvenes. No obstante, frente al 10,5% de votantes socialistas, el PP exhibía el 11,1% de apoyos. El drama sólo se endulza hasta llegar a la franja de 35 a 44 años. Finalmente, la mejor cota será de los 55 a 64 años.
El PSOE fue el partido que, hace nueve años, aspiraba a la mayoría absoluta. Hoy desea no ser sorpassado por los herederos de Anguita. El PSOE fue el partido que canalizó el cambio en forma de votos. Hoy es la diana del “no nos representan” y “PSOE, PP: misma mierda es”. El PSOE fue partido de las clases medias urbanas. Hoy es el partido de Andalucía y Extremadura. El PSOE debe apartar los mentideros y guerras internas para construir, en connivencia con la militancia de base, la que recorre los barrios y entrega su tiempo, un proyecto más allá del “no es no” o de destronamientos. El PSOE debe saber que las chaquetas de pana y las octavillas han pasado a la historia, y que la rigidez de las férreas estructuras de partido han de flexibilizarse y adaptarse a la nueva España que nos ha dejado esta década. No estamos en los ochenta, sino en 2017. Felipe González ya no es el apuesto sevillano que cautivaba a los españoles con su desenfadada verborrea.
Son tiempos de cambio. Son tiempos de redes sociales, de dolor, de camisas y camisetas, de rabia, de Internet, de empoderamiento ciudadano, de La Roja, de desengaños… Y, sobre todo, son tiempos de ambiciosos novicios imberbes y cansados abades desgastados. En esta nueva etapa, Podemos ha movido ficha. Si bien o mal, la historia más inmediata los juzgará. Ahora, le queda actuar al PSOE. Deberán meditar si pretenden edificar una formación atractiva o relegarse al pasado. La pelota está en el tejado de Ferraz; y, aunque aún no ha comenzado el partido, pueden estrenarse con un gol en propia puerta o con un gol en la portería opuesta.
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