Un breve comentario lleva por título Los pecados del papa Francisco, firmado por El País Semanal ocupa una breve columna a la derecha de una fotografía a dos páginas que refleja el esplendor del Vaticano. Un guardia de seguridad de pié al lado de una puerta de mármol rodeada de dos colosales esculturas, me imagino de mármol de Carrara. A la izquierda de la fotografía un imponente confesionario apoyado a una columna de mármol gris. Arrodillado y dando la espalda al lector, el papa Francisco confesándose. Esto es la puesta en escena de la clausura del curso anual de la Penitenciaria Apostólica en que se forman los confesores de la Iglesia católica. Finalizado el acto, el papa se “dirigió al confesionario de la basílica de San Pedro en el Vaticano, se arrodilló, y allí mismo ante las cámaras, predicó con el ejemplo, pidiendo perdón por los pecados del papa”, dice el texto.
Un breve párrafo de la homilía que el papa Francisco pronunció ante los sacerdotes asistentes al curso para perfeccionamiento de confesores, dice: “Un confesor que reza sabe muy bien que él mismo es el primer perdonado. No se puede perdonar en el Sacramento, sin ser consciente de haber sido perdonado antes”. Este texto que acompaña a la imagen de la confesión papal da para mucho. La primera pregunta que me hice al leerlo fue, ¿qué significa: “un confesor que reza sabe muy bien que él mismo es el primer perdonado”? La pegunta que nació en mi mente fue: ¿a quién se debe rezar? Los doctores que tiene la Iglesia nos dirán: a Cristo y a la Virgen en la multitud de calificativos y de representaciones plásticas, a los santos en infinidad de imágenes. El mandamiento es bien claro: “no tendrás dioses ajenos delante de mí. No te harás imagen, ni ninguna semejanza de lo que está arriba en el cielo, ni abajo en la tierra, ni en las aguas debajo de la tierra. No te inclinarás a ellas, ni las honrarás…” (Éxodo 20: 3-5).
Se tiene que saber muy bien a quien se reza para que uno tenga el pleno convencimiento de que ha sido perdonado. Los salmos, que son plegarias, quienes las hacen se dirigen a una persona en concreto: Yahvé, que es Jesús del Nuevo Testamento, que por ser Dios es el único que tiene poder de perdonar pecados (Mateo 9:1-8). Si uno clama al Señor como enseña la Biblia tiene conciencia de haber sido perdonado porque el Espíritu Santo le confirma el perdón. ¿Qué necesidad tiene una persona que ha sido perdonada por Dios que un hombre ratifique el perdón? Ninguna. Además, la confesión auricular no la autoriza Dios.
En Mateo 6 Jesús nos enseña a no hacer las cosas para ser vistos por los hombres. “De otra manera no tendréis recompensa de vuestro Padre que está en los cielos” (v. 1). Jesús dirigiéndose a los fariseos que les gustaba hacer actos de piedad en público para parecer justos ante los hombres, les dice: “¡Ay de vosotros escribas y fariseos hipócritas! Porque limpiáis lo de fuera del vaso y del plato, pero por dentro estáis llenos de robo y de injusticia. ¡Fariseo ciego! Limpia primero lo de dentro del vaso y del plato, para que también lo de fuera sea limpio” (Mateo 23: 25,26). Cuánto más esté uno alejado de Jesús más necesita hacer un espectáculo de la fe que no tiene. ¿Qué es sino una desobediencia al principio que cuando hagas algo “no sepa tu izquierda lo que hace tu derecha? (Mateo 6:3). Cuando el papa Francisco para acreditar que se confiesa cada quince días con un sacerdote, como él dice, convoca a los reporteros gráficos que lo retraten para así todo el mundo sepa que lo hace, ¿no quebranta el principio dado por Jesús? El papa ya ha recibido la recompensa: Sus seguidores alabarán su humildad.
El apóstol Pablo refiriéndose a la humillación a que se sometió Jesús para salvar al pueblo de Dios de sus pecados, escribe: “Haya, pues, en vosotros este sentir que hubo también en Cristo Jesús, el cual siendo en forma de Dios, no estimó Él ser igual a Dios como cosa a que aferrarse, sino que se despojó a sí mismo, tomando forma de siervo, hecho semejante a los hombres, y estando en la condición de hombre, se humilló a sí mismo, haciéndose obediente hasta la muerte, y muerte de cruz” (Filipenses 2. 5-8).
Jesús en el contexto del lavamiento de los pies de sus discípulos, dice. “Porque ejemplo os he dado, para que como yo os he hecho, vosotros también hagáis” (Juan 13.15). La humildad de Jesús es el modelo que debemos imitar: “Aprended de mí, que soy manso y humilde de corazón, y hallaréis descanso para vuestras almas” (Mateo 11:29). El tiro de gracia que Jesús lanza contra el narcisismo religioso lo hace en la parábola del fariseo y el publicano.
El fariseo ponía cara triste para hacer creer que ayunaba. Además se ponía de pie en las plazas para airear la fe que decía tener. Pues bien, el fariseo de la parábola, como buen representante de su secta, sube al templo a orar: “El fariseo puesto en pie, oraba consigo mismo de esta manera: Dios te doy gracias porque no soy como otros hombres, ladrones, injustos, adúlteros, ni aun como este publicano. Ayuno dos veces a la semana, doy diezmos de todo lo que gano”. Este fariseo oraba de pie en un lugar céntrico del templo para que todos los fieles asistentes pudiesen verlo.
La actitud del publicano era totalmente distinta. El publicano era un cobrador de impuestos al servicio de Roma. Era una persona despreciada por los judíos y marginado socialmente. Era un paria. Pues bien, esta persona considerada un indeseable, “estando lejos, estando lejos no quería ni aun alzar los ojos al cielo, sino que se golpeaba el pecho, diciendo: “Dios se propicio a mí pecador”. Jesús que observa las interioridades de los corazones de ambos oradores, dicta sentencia: “Os digo que éste (el publicano) descendió a su casa justificado antes que el otro (el fariseo), porque cualquiera que se enaltece, será humillado, y el que se humilla será enaltecido” (Lucas 18: 9-14).
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