Hace algunos meses Jean Charest, el presidente de Quebec, advirtió en una entrevista en La Vanguardia que en la región francófona canadiense había una fatiga del debate secesionista y que los ciudadanos hartos del nacionalismo rampante preferían que se hablase de economía o de programas sociales. ¡Qué envidia!- me dije nada más leerlo. Si aquí en Cataluña no hacemos otra cosa que remover las esencias patrias. Pero, ¿acaso debería extrañarme? Mientras se hable de si hay que independizarse o no, de si España nos roba y otras exquisiteces varias, la sociedad catalana permanece amnésica ante la peccata minuta del cierre de quirófanos o demás recortes de servicios. Al final los quebequeses se han dado cuenta de que ciertos debates no hacían más que llevarles a la ruina y han optado por el sentido común. Pero semejante luz de raciocinio debe haber sentado muy mal al lumpen nacionalista catalán. No en vano, siempre ha mirado con ojos amorosos a Quebec y la ha adoptado como la patria putativa que siempre han soñado. Todo un péplum que Jordi Pujol, el virrey de la patria, labró con escrupulosa cautela, Carod-Rovira no hizo más que incrementar con estridencias y ahora Artur Mas parece seguir empeñado en alimentar a la criatura québécois.
Con todo, lo cierto es que Quebec pierde peso en Canadá, tanto político como económico, con el auge petrolero en el Oeste y la supremacía de Toronto sobre Montreal, el antiguo alumno avanzado. Y así, del mismo modo, Cataluña vive una incontrovertible decadencia respecto a Madrid. El nacionalismo tiene un coste y el precio se paga con un declive económico y social. Como muestra, en marzo de 2010 un informe de Funcas, la Fundación de Cajas de ahorro, decía que por primera vez Madrid superaba a Cataluña en peso económico. El PIB madrileño 18,71% en contraposición con el 18,68% de los catalanes. ¿Les importará esto a la casta política catalana? Es evidente que no. Porque siempre les quedará el famoso mantra de que la culpa es de Madrit y recurrirán al victimismo so pena de exigir más dinero para subvencionar la ruina de la independencia.
Les confieso que ante esta axiomática realidad me embarga un sentimiento de nostalgia que me conduce a un terreno de incredulidad ante el futuro. Aunque solo sea porque tengo la sensación que hemos olvidado muy pronto como no hace mucho, en la década de los ochenta, los catalanes presumíamos de sentido común y de esforzarnos por sacar adelante nuestra región sin lamentos de ningún tipo ni secesiones y que éramos la admiración del resto de españoles. Eran los tiempos en los que las multinacionales españolas y extranjeras, se instalaban en Cataluña por su magnífica posición estratégica respecto a Europa y porque, no lo olvidemos, su interés radicaba en el mercado español, del que formaba y forma parte Cataluña. Pero ahora las cosas han cambiado y la situación discurre en caída libre. ¿Tendrá algo que ver la asfixia del nacionalismo de más de tres décadas? Resulta evidente, puesto que hoy, esas multinacionales, lo mismo que millares de pequeñas empresas, abandonan Cataluña a mansalva en busca de otras regiones en las que no se les obligue a comulgar con las ruedas de molino del nacionalismo atroz. Dícese, por ejemplo, de la liberticida obligación de rotular en catalán.
No nos engañemos, Cataluña se ha dedicado durante estas últimas décadas a mirarse el ombligo nacionalista, abrazado ad aeternum a la causa patriótica, utilizando a los medios de comunicación -subvención en mano- como herramienta de ingeniería social. Y eso tiene un precio. En lugar de una sociedad abierta y boyante, se ha creado un Matrix donde la oficialidad de los oligarcas asfixia a la libertad y, en consecuencia, expulsa a los que disienten. Esa es la triste realidad. Lo decía muy bien el científico Eduard Punset, cuando dijo aquello de que un pueblo que se encierra en sí mismo se va asfixiando, cada vez fabrica menos neuronas y acaba muriéndose en las manos de otro. Eso sí, me temo que antes de su defunción oficial veremos a muchas viudas en la cabecera del duelo, senyera en mano, invocando al romanticismo colectivo, aquello de que siempre nos quedará el Quebec, capital Barcelona.
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