El rapero Día Sexto sostiene en una de sus canciones que los valencianos son “un pueblo oprimido por la corrupción”. No solo los valencianos fueron oprimidos por Rita Barberá y el todopoderoso PP que la acompañaba: también la Andalucía de los EREs, la Galicia que nos muestra Fariña y la Operación Campeón, la Cataluña del 3%, Pujol y la “basurabergencia” —perdón: Convergéncia— que lo escoltaba, la Murcia del Caso Harrag, la Navarra de la CAM… Esta semana el foco se ha puesto sobre Madrid. Los madrileños no salimos de advertir las desvergüenzas de Gürtel y Púnica, y nos encontramos con el Caso Cifuentes —que se extiende desde la URJC hasta la cafetería de la Asamblea de Madrid, sin pasar por el Eroski de Vallecas— y la imputación del “progre” Gallardón.
La reacción contra el caso que protagoniza la ya ex-presidenta de la Comunidad de Madrid es unánime: hartazgo. Los ciudadanos estamos hartos de que nuestras instituciones las hayan conquistado y las estén parasitando políticos que despiertan escasa confianza. También estamos hartos de que nos insulten y se rían de nosotros en nuestra propia cara, como Celia Villalobos jugando al “Candy Crash” en el Congreso. Este movimiento no está azuzado por formaciones de izquierdas o antisistema. Todo lo contrario: es un movimiento transversal; y, prueba de ello, es que la Comunidad de Madrid, tradicional bastión del PP, a día de hoy, cambiaría a un color anaranjado. Pese a que Ciudadanos tiene un programa camaleónico, tanto en cuanto cambia según soplen los vientos, mucha gente piensa que es el mejor partido. ¿Sus argumentos? Compáralo con el resto.
Ajenos a partidos políticos, hay un clamor popular que exige que las alfombras de todas las instituciones —corrompidas o no— se levanten, y se pueda barrer toda la basura acumulada. Un clamor popular que dará la victoria a aquel partido que consiga hegemonizarlo. Paradójicamente, firmará la sentencia de muerte de aquel partido encargado de arrancarlo y que no lo haga. Un mandato inequívoco del común de la sociedad.
Es muy probable que la ciudadanía tengamos que organizarnos, recelando siempre de cualquier hagiográfica ayuda política, para sembrar una mayor transparencia, una mayor participación y una mayor seriedad: en definitiva, una mayor democracia.
Como tantos, yo me niego que mi país sea una caricatura como las que dibujaba Castelao. Por eso, creo que tenemos que redefinir una democracia acorde al siglo XXI, que tenga en cuenta los avances tecnológicos y una sed generalizada de interés por los asuntos públicos. Los modelos decimonónicos han de avanzar para que tengan cabida alguna en nuestra centuria.
Estamos en un tiempo de transición. En España ya no valen los feudos o la confianza; vale la democracia real, la que supera a una cita electoral cada cuatro años. En este tiempo de transición, hay que recordar a Gramsci, cuyo octogésimo primer aniversario de su muerte en la Italia de Mussolini recordamos el pasado viernes. El gran teórico marxista advertía que “el viejo mundo se muere; el nuevo tarda en aparecer; y en ese claroscuro surgen los monstruos”. Cuidémonos de los monstruos y precipitemos una nueva forma de sentirnos demócratas.
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