Garcilaso de la Vega tuvo un paso efímero por el mundo; poco más de treinta años, muchos de ellos entregados al amor desaforado a una mujer que nunca le correspondió. Lo mismo el bueno de Garcilaso, a pesar de su pena amorosa, fue un tipo alegre, dado a la algarabía y al despiporre, y se lo pasó como un gorrino en su charco de barro. Puede ser. Pero lo que le ha hecho inmortal es el sufrimiento, su lamento de amor frustrado, o más bien, el modo en que lo expresó.
Los sentimientos no acaban de hacerse ciertos hasta que les ponemos palabras. Sin ellas, son un engendro balbuciente que lucha por cobrar forma humana. Cada uno ama como puede y como sabe, seguramente no hay dos personas que lo hagan del mismo modo, igual que no hay dos pedos de distintos vientres que huelan igual, pero sí reconocemos el amor de acuerdo a unos cánones comunes, y estos están hechos de palabras. Garcilaso no amó a Isabel Freyre del mismo modo que Petrarca a Laura, pero el florentino le enseñó al toledano a saber lo que sentía y a poder expresarlo. Martínez Aguirre escribió un magnífico poema en el que defendía que el amor es un género literario; así acaba:
“Supongo que nosotros / no amamos como Shakespeare, ni Shakespeare como Dante / ni Dante como Safo / ni Safo como nadie”. Son los poetas los que nos han enseñado a amar; la poesía, sí, y, tras ella, la novela, la música, el cine… Así, algo tan cierto como el amor tiene su origen en la ficción.
Se equivoca la gente cuando dice que la poesía no sirve para nada. Sirve. Y mucho. Para dar disgustos. Por eso, desocupado lector, nunca te fíes de un poeta: llevan el alma llena de aire y las manos repletas de versos. Si ves uno por la calle, no lo dudes: acaba con él.
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