Mientras el tiempo fluye inevitablemente, el carácter transitorio de nuestra condición humana va tomando posiciones, pero la fuerza vivificante de los amaneceres nos invita a renacer y a reinventarnos cada día. Está visto que por muchas miserias humanas que aglutinemos, el itinerario de la esperanza jamás desfallece en nuestros corazones, pues por muy grande que sea la incertidumbre global, siempre hay caminos que nos alientan a seguir luchando y viviendo.
Ciertamente, en muchos rincones del mundo es fuerte la angustia social, porque las desigualdades continúan siendo un desafío y las injusticias son una realidad que prosiguen ahí, pero nuestro espíritu más pronto que tarde sentirá la responsabilidad de avanzar en otra dirección, hacia metas más confluentes de luz, a través de ese entrenamiento místico de conciliación y generosa entrega. Sea como fuere, necesitamos abrirnos a la escucha, redescubrirnos interiormente, ilusionarnos para poder transformar esas políticas de cohesión en contextos que nos fraternicen. Nada somos por sí mismo, todos estamos interconectados; y es, este poder colectivo humanitario, el que nos salva o nos destruye. Entonces, no sólo tenemos que hacernos más responsables, también más solidarios para ayudarnos unos a otros. Esta es la cuestión prioritaria, toda existencia individual va a estar determinada por esa influencia humanística, de manera que a un ser humano solo le puede proteger, amparar y acoger, su propio análogo.
El progreso, por tanto, está en nosotros; en querer sumar esfuerzos conjuntos, en tener voluntad armónica para hacer unidad, pues tan importante como el pan de cada día es sentirse querido y encontrar una respuesta tranquilizadora a tanto corazón quebrantado y humillado. A propósito, me quedo con ese mensaje de Meritxell, que después de tres años en un país bicontinental situado en Oriente Próximo y en África, se incorpora en unos meses a la oficina de UNICEF en Ginebra como subdirectora de programas de emergencia de la citada organización. En un tuit de despedida escribió algo que sinceramente me conmovió, que se marcha “triste, porque no he visto la paz”, pero “optimista” porque cree “que los que están en el poder serán lo suficientemente inteligentes para dejar de luchar y empezar a pensar en los inocentes de la República de Yemen”.
En efecto, cada instante es favorable al cambio y cada día es un recomenzar de nuevo, desde los pequeños gestos, dejándonos iluminar por esa auténtica comunión íntima que todos llevamos consigo a través de nuestra innata conciencia. Pueden ser muchas las angustias sociales, algunas encerradas en nosotros mismos, en nuestro egoísmo personal, pero si nos abrimos a la necesidad de nuestros semejantes, seguro que mejoramos nuestra personal historia de caminantes, que buscan ser acompañados. Al fin y al cabo, sólo las relaciones afectivas nos dan sentido y nos hacen grandes, puesto que estamos predestinados a ser una gran familia para poder sostenernos y sustentarnos a ese acontecer de subsistencia.
Por desgracia, presenciamos unos andares que no dejan paso a la tranquilidad; unas veces porque se ocultan guerras comerciales entre potencias mundiales, en otras ocasiones porque la mala alimentación amenaza la salud mientras se tira un tercio de los alimentos y algunos niños, según advierte UNICEF, expresan miedo a la violencia y a separarse de sus familias, porque también sus propios progenitores migrantes sufren discriminación, impunidad y marginación. Por todo ello, lo que se nos exige es otro espíritu más pacificador que nos permita trabajar unidos para alcanzar consensos en temas fundamentales para el futuro de la especie humana. De lo contrario, las mismas angustias sociales que nos acorralan, la pérdida del sentido de la vida y de la convivencia, crecerán hasta dejarnos sin aire, en parte motivada por esa ausencia de identidad humanística, cuando en verdad todo se puede resolver a través del diálogo y de la acción colectiva.
Frecuentemente también se nos impide tomar contacto directo con la inquietud, con la alegría del otro e incluso con el dolor del semejante. Quizás nos falte, por consiguiente, activar una más profunda y auténtica relación interpersonal. El aislamiento es lo más dañino para cualquier ser humano. En cualquier caso, nunca es tarde para desarrollar la capacidad de salir de si hacia el mundo para contribuir a hacer a alianzas universales, con lo que esto conlleva de revolución y renovación en nuestra forma de pensar, sentir y vivir.
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