Podemos estar ante la recuperación de Max Aub, excelente y prolífico creador, acercándonos a un campo más amplio de lectores. Lo que garantizo no será un tiempo mal aprovechado por parte de quienes lo aborden.
La calidad que representa la extensa y variada obra creativa de Max Aub, a medida que se va conociendo a través de los años, me ha llevado al compromiso con ella. La necesidad de comentar y divulgar su riqueza testimonial y valor literario. Considerar que su admirable riqueza narrativa ofrece, en general, el afable y diverso mundo literario de un dolorido escritor trasterrado, que solo es visitado por una minoría de lectores. Lo que muestra no estar a la altura de lo que debe de ser justicia literaria. Es decir, ocupar el lugar justo y correcto por sus valores. Rescatarlo del injustificado desdén. En los últimos tiempos algo de su teatro se ha llevado a los escenarios, aunque muy brevemente. Y el cuerpo de su obra literaria en prosa empieza a aparecer en ediciones muy cuidadas y dentro de un orden correlativo. Podemos estar ante la recuperación de Max Aub, acercándonos a un campo más amplio de lectores. Lo que garantizo no sería un tiempo mal aprovechado por parte de quienes lo aborden.
Es lo que en verdad merece este escritor exiliado que nunca jamás renunció a dejar de ser español. Un justo espacio le corresponde y debemos los lectores situarlo. Se tiene que borrar aquello que él mismo manifiesta en La gallina ciega, libro nacido después de su decepcionante viaje a España en 1969, cuando obtuvo una autorización para una estancia de tres meses. Fue entonces cuando escribió: “No, nadie sabe quién eres”. Han pasado muchos años desde aquella visita a nuestro país. Después no volvería, no quiso regresar nunca más dada su tremenda frustración; moriría en México en 1972 en el más completo silencio y el dolor de la distancia y el desencanto, como si esta tierra a la que tanto amó y por la que luchó sin descanso al lado de la República, no tuviera ninguna deuda con él, donde todo fuera negación. Negación que llegaría a que en 1951 la dictadura le impidiera la su entrada para asistir al entierro de su padre. Gesto triunfal del vencedor general, que se repetiría en 1962 al fallecer su madre. Pero nada es sorpresivo para quienes conocemos este tipo de venganzas de un dictador que paseaba bajo palio llevando a obispos y cardenales de guardaespaldas. Algo que ninguna persona sensata de este país debe extrañar pero tampoco aceptar. Y es que los vencedores vivían bajo la protección espiritual de Occidente, pues para ellos nunca estuvo dios enfermo.
Pese a todo, la obra de Aub al fin se va abriendo paso entre este marasmo de novedades y publicaciones que nos inunda. Empieza a tener espacio propio en las letras en esta España que fue su patria. La tierra donde transcurre la mayoría de su obra creada desde la distancia, el recuerdo y el amor a una realidad imposible. En una pausada y continua labor de publicación de lo mejor de su obra narrativa por parte de Alba Editorial. He vuelto de nuevo a leer Enero sin nombre, una obra que recoge todos los relatos pertenecientes a su trilogía de El laberinto mágico. Son 39 narraciones, algunos de ellas casi novelas cortas, clasificadas en tres partes: La guerra, Los campos de concentración y El exilio. Principio de la tragedia, la huida desesperada de los derrotados. Y como final, la agonía nostálgica de la distancia, ese volver a empezar nuevas vidas. A veces como fantasmas que soñaban en sus monólogos con un idílico y pronto regreso.
Su escritura, viva y comprometida, realismo testimonial y trascendente llena de ritmo. Las historias suceden entre personajes vivos, que incluso sintiéndose derrotados, adquieren una sencilla grandeza impregnada de humanidad. El relato largo que sirve de título al libro: Enero sin nombre, lleva al principio un verso de Cervantes: “Con ser vencidos llevan la victoria” Es lo que ha logrado comunicar Max Aub en el conjunto de los relatos, pero muy especialmente en el que señalo, más extenso. Donde describe la huida hacia la frontera francesa. El adiós para siempre de la mayoría, la pérdida de toda esperanza, de aquella ingenua ilusión de muchos de que este éxodo sería por poco tiempo, unos meses cuando más, pues los aliados no se quedarían pasivos con la dictadura.
Su obra no es un simple ejercicio de solidaridad, jamás fue este su manantial. Se trata de una creación literaria para saborear el placer de leer a un escritor vivo pese a ese olvido injustificado en el que se le ha querido mantener. Su poder de comunicación es tan intenso y medido, que las fechas, borradas por el transcurso del tiempo, vivido por la mayoría de los españoles, poseen no obstante la contemporaneidad que lo sitúa a esa altura donde toda literatura amañada que nos rodea se empequeñece. El libro lleva un buen prólogo de Javier Quiñones, que sirve de guía al lector no muy introducido en la obra de tan necesario autor.
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