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La aparente idiotez tiene su propia fortaleza

Vivimos en sociedades donde lamentablemente ganar es lo más importante
Abel Pérez Rojas
martes, 4 de mayo de 2021, 04:07 h (CET)

Ganar más dinero, ganar el turno de vacunación, ganar cualquier discusión, ser quien tenga más "followers" y más "likes".


Este tipo de mentalidad se fortalece con frases hechas que operan como disparadores de mecanismos cerebrales arraigados en nuestra interior.


"Siempre sé el primero", "ni un paso atrás", "la derrota no está en nuestros planes", y un largo etcétera que cada quien seguramente ampliará casi interminablemente.


De acuerdo con esa forma predominante de ver las cosas, quien pierde, o dicho de otra manera, no gana, es un tonto, estúpido o idiota.


Según el Diccionario de la Real Academia Española, idiota es: tonto o corto de entendimiento.


Es decir, según los criterios que rigen sociedades como la nuestra, es un idiota quien no se asume como un "triunfador".


Esa forma de pensar — ¿o será acaso programación? — nos priva de situaciones alternativas que pueden constituir áreas de desarrollo.


Nuestra sed inagotable de "triunfo" nos ha encauzado a un obcecado consumismo y a ser víctimas de enfermedades absurdas derivadas del estrés y el agotamiento.


Vamos por la vida teniendo enfrente una zanahoria imaginaria que nunca alcanzamos, pero que nos lleva a destinarle gran parte de nuestra vida.


Hay quienes al darse cuenta de todo lo anterior deciden emprender formas de vida diferentes.

Viene a mi mente inmediatamente la filosofía hippie de las décadas de los sesentas y setentas, los grupos originarios que se han guarecido en su propia organización para resistir, o qué decir de movimientos más recientes, pero igualmente alternativos que centran su atención en los procesos y no en las metas, como el senderismo, el mindfulness o el barefooting, entre tantos otros.


Reflexionando en torno a todo esto encontré un cuento sufí que motivó el título de este artículo.


El cuento se llama El más idiota y dice así:


Nasrudin iba todos los días a pedir limosna en el mercado y a la gente le encantaba tomarle el pelo a Nasrudin con el siguiente truco: le mostraban dos monedas, una valiendo diez veces más que la otra. La gracia era que Nasrudin siempre escogía la de menor valor.


La historia se hizo conocida por todo el condado. Día tras día grupos de hombres y mujeres le mostraban las dos monedas, y Nasrudin siempre se quedaba con la de menor valor. Hasta que apareció un señor generoso, cansado de ver a Nasrudin siendo ridiculizado de aquella manera.


Lo llamó a un rincón de la plaza y le dijo:


– Siempre que te ofrezcan dos monedas, escoge la de mayor valor.

– Así tendrás más dinero y no serás considerado un idiota por los demás.

– Usted parece tener razón – respondió Nasrudin.

– Pero si yo elijo la moneda mayor, la gente va a dejar de ofrecerme dinero para probar que soy más idiota que ellos. Usted no se imagina la cantidad de dinero que ya gané usando este truco.


En el cuento no se sabe la forma como los donantes ganan su dinero, pero si se tratase de una sociedad como la nuestra, sí podríamos decir que, seguramente varios de ellos son víctimas de esa programación que tanto daño  nos ha hecho y que, en el caso de ellos, les ciega ante el truco de la falsa estupidez del ingenioso limosnero.


Así vamos por la vida cegados en la certeza de que la mentalidad predominante es la mejor y la que nos va a llevar a estar en el listado de "triunfadores", considerando idiotas a quienes siguen formas alternativas de vida, y, a veces, topándonos con limosneros falsamente idiotas.


El aparentemente idiota vive a costa de la programación de sus donantes.


Los otros, los donantes, ríen del limosnero falsamente estúpido.


Quienes emprenden movimientos alternativos son considerados estúpidos por la mayoría, pero les fortalece y libera saber que, son como el limosnero del relato que ya se dieron cuenta de cómo opera la mayoría y deciden vivir conscientes de los mecanismos que tanto daño han hecho hoy día.

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