Hace tiempo que el ser humano ha perdido la orientación del caminante y se dispone, endiosado a más no poder, a tomar direcciones equivocadas, sin apenas escucharse ni propiciar momento para sí. Necesitamos como nunca, activar el sosiego en un mundo dividido, crecer interiormente para poder retomar la senda de la luz, y reencontrarnos con el justo horizonte que es el que verdaderamente nos injertará la quietud que ahora nos falta. Sin duda, la preferible reacción son esas acciones conjuntas que logran fomentar el respeto entre semejantes, pues lo fundamental de este transitar es poder sentirse libre y disfrutar compartiendo aires y atmósferas diversas. Y, por supuesto, tampoco olvidar el gran desacierto de precipitar contiendas, sabiendo que la muerte engendra más muerte. Pensemos en la continuidad de una especie, que siempre parte de la vida; que es lo que, en suma, también engendra savia.
Por desgracia, cada amanecer somos más esclavos, y además, con la pandemia de COVID-19, circulamos a la deriva. Lo advierten, persistentemente, los responsables de la agencia de la ONU para la salud, que “aseguran que el número de muertos y enfermos seguirá aumentando si no se revierte la dirección”. Ya sea por falta de inversión en la cobertura de salud universal, o por el desigual reparto de las vacunas, o por el desprecio a las normas mínimas de distanciamiento o higiene, lo cierto es que estamos ante una crisis sin precedentes. Los casos están en un nivel récord, casi 100.000 personas mueren en todo el mundo cada semana, lo que debe hacernos reflexionar cuando menos y ser más responsables de nuestras propias prácticas diarias. No podemos seguir viviendo sin principios ni valores. Los humanos hemos de volvernos familia, pero también hemos de reaparecernos garantes de un camino colectivo.
Realmente, confieso, que no me interesan esos mapas emocionales tumultuosos, donde se congregan una legión de irresponsables, para hundirse en el pantano de la falsedad, alrededor de un baño de alcohol. La vulgaridad no puede continuar dominándonos. Es importante observar nuestras rutas interiores, saborear otros frutos más auténticos, estimular el valor y la valentía de conciliar abecedarios más sublimes, que nos hagan enmendarnos en sentido anímico, para situarnos en la hazaña reconciliadora de los lenguajes del corazón. Sin latidos puros está visto que nada avanza, y estamos aquí, cuando menos, para renovar este aire corrupto que nos desalienta en cada andar. Tampoco le injertemos más sombras de protesta a la aurora del verso con nuestras egolatrías desacertadas.
Sin duda, el mejor reproche será aquel que se realice, de manera pacífica, cada cual consigo mismo. Tomemos los derechos humanos como parte de nuestra existencia, con una actitud incluyente y una conciencia que corrija ese espíritu discriminatorio, que a veces vertemos en nuestra realidad cotidiana. Lo trascendente es una disposición de conversión interior, de mayor entrega a los demás, sin tanto organigrama de poder abusivo que nos enmascare de hipocresía. Sabemos que las personas, como tales, hay que dignificarlas y, por consiguiente, han de ser el elemento central de todas nuestras políticas. Sin embargo, la desorientación es brutal. Sea como fuere, crece el número de ciudadanos abandonados, por más que nos digan que están trabajando en ello. Todo se ha quedado en palabras. También el espíritu solidario está ausente más de lo debido. Nos falta coraje para rectificar y nos sobra deseo de dominación y destrucción. Es muy saludable hacer memoria de lo vivido.
Por eso, urge insertar en nuestra marcha el impulso de los grandes valores morales. Es menester organizarnos en la apertura. Con criterios sensibles derrumbar muros, movilizar el dialogo permanente; que, junto a la escucha, seguro que nos ayuda a reorientarnos hacia ese aire armónico que, en el fondo, todos buscamos. No amarse es el gran peligro del linaje. Las acciones sensatas siempre brotan de ese cultivo de pertenencia mutua. De ahí, lo substancial que es orientarse claramente en cómo superar nuestras miserias. Al final, todo se reduce a tomar una recta conciencia, para que podamos digerir el momento y dirigir la restauración de nuestra propia convivencia existencial. En consecuencia, si fundamental es hacer las paces con la naturaleza, no menos esencial es también rehacerse con el gusto de reconocer que todos somos necesarios, lo que nos requiere de una cultura de servicio hacia los más débiles, y no orientada al beneficio de los que tienen poder, como hasta ahora ha venido sucediendo. Pasemos página; claro está, pero sin caer en el círculo vicioso de la venganza ni en la injusticia del olvido.
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