Proteger vidas y medios de vida es algo que debería tener presencia real en las agendas de todos los líderes del mundo, para poder cerrar el cúmulo de brechas que nos invaden y las injusticias que nos acorralan. Por desgracia, la incoherencia nos domina y nos sorprende en cualquier esquina. Por una parte, proclamamos solemnemente los derechos inviolables de la persona y resulta que no pasan del papel a los hechos. Multitud de vidas que pueden salvarse, no se hace nada por ellas. Nos falta perseverar en el compromiso. Precisamente, en un año en el que la COVID-19 amenaza la salud y el bienestar de todos los habitantes del planeta, la 74ª Asamblea Mundial de la Salud, acaba de hacer hincapié en la urgencia de poner fin a la actual pandemia y prevenir la próxima construyendo un mundo más sano, más seguro y más justo.
Desde luego, el coronavirus ha roto con la esperanza de muchas naciones y con la desolación del globo entero, pero su impacto se ha dejado sentir más en aquellos ámbitos que ya eran vulnerables, que están más expuestos a la enfermedad, porque tienen menos probabilidades de tener acceso a servicios de atención de salud de calidad y que, además, tienen más probabilidades de sufrir consecuencias adversas, como la pérdida de retribuciones para ese mínimo vital que todos necesitamos para caminar. En consecuencia, será saludable para todos, que esta crisis mundial nos haga repensar, haciéndonos más solidarios unos para con otros.
La desigualdad, a pesar de que la COVID-19 sea el nombre de una crisis global, es tan manifiesta que nos tritura el corazón. Sin duda, uno de los problemas más urgentes que hoy tiene la especie humana para poner fin a la enfermedad, radica en ese indigno distanciamiento de vacunas entre pueblos; puesto que más del 75% de todas las dosis se han administrado en los países de rentas más elevadas, mientras que los de más bajos ingresos apenas han recibido toma alguna, cuando en realidad todos somos frágiles. Por eso, estamos llamados a reconsiderar posturas absurdas y a reconocer, bajo el desafío diario de sobrevivir, que nos encontramos para darnos aires entre sí.
Nuestra interconexión es una situación palpable. Sin embargo, no paramos de sellar fronteras, de activar frentes, cuando ni el propio virus entiende de términos y sobrepasa contornos. Nadie estamos libres de sufrirlo en propia carne. Muchas veces nos falta conciencia cooperante y así, con esa carencia de ética, tampoco podemos avanzar hacia un renacimiento viviente, donde todos nos sintamos amparados. Es evidente que la epidemia ha empeorado este espíritu desigual, acrecentando el número de personas desprovistas de atención sanitaria, empleo y redes de seguridad social. Mal que nos pese, continuamos careciendo de humanidad y encima nos hemos endiosado. La falsedad, que es tan arcaica como el universo de la palabra, nos ha legado un espíritu contradictorio, que requiere la mirada de un nuevo corazón.
En efecto, estamos llamados a un nuevo renacer, más allá de cualquier efecto paralizante y la sombra de la escalofriante crisis actual de valores que sacude por todo el orbe. Quizás tengamos que volver a la raíz del amor verdadero, a la fuerza de esa expansión donante que nos falla en tantas ocasiones, al desarrollo de un andar más responsable consigo mismo y hacia los demás. Fuera ese mundo de hipocresías, de apariencias mundanas, que no entiende de deberes en el entramado social y que tampoco activa obligación alguna, sumidos a veces en la esclavitud más bochornosa.
Confiemos en que este abecedario opresor pase al destierro, y que a medida que los moradores del planeta orienten sus caminos hacia un modelo de desarrollo de competencias, basado en el aprendizaje permanente para el futuro del trabajo, rompa también cadenas y reúna brazos para responder a las complejidades del momento que vivimos. Ojala salgamos de este espíritu conformista, para luchar contra esta continua anestesia de mentiras sembradas. ¡Despertemos!
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