Recuerdo la Transición como un tiempo incierto. Acababa de entrar en la Universidad. Franco recién había muerto y decretaron una semana de luto oficial. Cada viernes la plaza de San Agustín de València era tomada por los autobuses, furgonetas y jeeps de la Dirección General de Seguridad. Por las esquinas patrullaban los temidos grises, calados los cascos y con las porras dormidas en el cinto. Aguardaban la hora de su intervención. Cada viernes las proclamas de «Llibertad, Amnistia y Estatut d’Autonomia» eran coreadas por los manifestantes en los cuatro rincones de la plaza y por las calles aledañas. Cada viernes la cosa terminaba igual: porrazos, cargas, carreras, heridos y detenidos. Fueron días oscuros, llenos de nubarrones, pero también de esperanza, en los que los de mi generación trazábamos nuestros proyectos de vida. O eso intentábamos. ¿Podríamos convertirlo en realidad?
En ese tiempo sucedieron muchas cosas: se elaboró una Ley para la Reforma Política, se convocaron las primeras elecciones democráticas desde la II República, se legalizó a los partidos de izquierda, incluido el Partido Comunista, y a las organizaciones sindicales, se aprobó una constitución y comenzó a funcionar un régimen democrático en una España que no terminaba de escaparse de la Dictadura.
En aquellos años una periodista, la madrileña Victoria Prego, informaba en la televisión de lo que acontecía en la calle y en los cenáculos políticos. Su voz sonaba fresca y novedosa. Luego se marchó al extranjero y regresó para contar en documentales todo aquello. En 1995 publicó su libro ‘Así se hizo la Transición’ y ahora, más de veinticinco años después, regresa a las librerías con la ‘Pequeña historia de la Transición’, editado por Espasa, un texto de apenas doscientas cincuenta páginas, ilustrado por Peridis, en el que ofrece un resumen muy detallado, ameno y de fácil lectura, de todo lo que aconteció en aquel periodo tan trascendental para la vida de nuestro país. Fue el último viernes de junio, antes del mediodía, cuando tras pulsar el rec de la grabadora comencé a conversar con Victoria Prego sobre su libro y la memoria de aquellos tiempos, una memoria que hoy parece estar más viva que nunca.
© Ignacio Encabo El Independiente
Victoria, ¿qué ha significado o qué significa el periodismo en tu vida?
Empecé en el periodismo por casualidad. Mi padre, que me llamaba «meteorito» era periodista y yo estudiaba Ciencias Políticas. Como disponía de las tardes libres y tenía la Escuela de Periodismo muy cercana a la Facultad de Políticas, decidí matricularme y estudiar la carrera. Y la acabé. De hecho, la que no terminé fue la de Ciencias Políticas. Encontré trabajo en seguida, porque entonces salíamos treinta y cinco titulados y ahora salen miles. Con el paso del tiempo, me he dado cuenta de que acerté, porque yo solo habría podido ser periodista.
¿Cuál es el motivo que te ha movido a revisitar precisamente ahora el tiempo de la Transición con esta ‘Pequeña historia de la Transición’? La idea surgió por parte de Ana Rosa Semprún, directora de la editorial Espasa del grupo Planeta, que dirige una colección que se llama Pequeña Historia. Un día me llamó para proponerme que escribiera la pequeña historia de la Transición y me preguntó que quien quería que la ilustrara. Yo acepté y le respondí que quería a Peridis, el mejor ilustrador de la historia contemporánea de España. Para mí fue un honor que él aceptase y ahí está el libro.
Para la gente que no la vivió, ¿la Transición resulta un tiempo extraño? Sí, porque en los colegios no da tiempo a explicarla en las asignaturas de Historia. La mayoría de los españoles relativamente jóvenes no conocen lo que pasó, porque no se lo han contado. Ellos no tienen la culpa de eso y a mí me parece muy útil que lo sepan.
Durante el Bachillerato, recuerdo que mi profesor de Historia nos dijo que no íbamos a dar la Guerra Civil, porque aún estaba muy reciente y no se podía explicar con perspectiva suficiente. ¿Está ocurriendo hoy lo mismo con la Transición? Creo que no, porque la Guerra Civil es un relato de enfrentamiento, muerte, horror, la historia de un fracaso colectivo y de una dictadura militar que evolucionó hacia un régimen totalitario, mientras que la Transición es un relato de éxito pleno, una hazaña política que culminaron los españoles, todos, en un tiempo récord, no sin muertos, pero sí pacíficamente. En mi opinión, la Transición carece de objeciones, excepto las que se formulan desde la ignorancia o la ideología.
¿Los políticos de la Transición nos engañaron o hicieron lo que pudieron? No nos engañaron, hicieron lo que pudieron y lo hicieron muy bien además. Desde el libro se cuenta como desde posiciones completamente encontradas, todos ellos se esforzaron por hallar un punto en común que al final se tradujo en la constitución. Todos ellos cumplieron sus compromisos e hicieron honor a su palabra, se comportaron espléndidamente.
Torcuato Fernández Miranda es el autor de la frase: «De la ley a la ley pasando por la ley». El proyecto de reforma política de la Transición fue respetuoso con las Leyes Fundamentales de Franco, lo que le dejaba unos márgenes de maniobra muy estrechos. Sí, eran mínimos. Con esa frase que le dijo Fernández Miranda al Rey, quería expresar que eso de que las Leyes Fundamentales del régimen franquista, que todo el mundo decía que eran inmutables e inamovibles, no era cierto, porque tenían una cláusula de reforma que había que aprovechar para crear una ley que permitiera reformarlas y sustituirlas por otras que abrieran el camino a la democracia. Esa fue la Ley para la Reforma Política, que elaboró el propio Fernández Miranda y entregó a Suárez con generosidad, sin atribuirse el mérito. Y esa ley fue clave porque supuso la reforma, todo lo contrario de la ruptura, que pretendía la demolición del edificio jurídico-político del franquismo para construir otra cosa nueva partiendo de cero. Al final la reforma se llevó a cabo también con el acuerdo de las fuerzas de izquierda.
Para lograr sus objetivos, el Rey comenzó una ronda de conversaciones con líderes de la oposición clandestina. Y para hablar con Carrillo, en primer lugar, envió a Nicolás Franco, sobrino del caudillo, y después recurrió a Ceaucescu. Es decir, utilizó a un dictador para derribar la obra de otro dictador, aunque de distinto signo. Pues sí, pero Ceaucescu, que era un sátrapa aunque entonces no se sabía, tenía mucho crédito entre los líderes occidentales democráticos, porque se suponía que era un poco disidente de la Unión Soviética, algo parecido a Tito en Yugoslavia. Ceaucescu había recibido a dirigentes europeos y también había visitado sus países, pero ante todo era muy amigo de Santiago Carrillo, porque Rumanía financiaba al Partido Comunista Español, que entonces era clandestino. Él era la vía perfecta para hacerle llegar un mensaje a Carrillo y por eso le contactó.
Antes has hecho referencia a las fuerzas de izquierda. La Platajunta, que fue la unión de la Plataforma Democrática y de la Junta Democrática, supuso un paso importante desde el punto de vista de la unidad de la izquierda, ¿no? Completamente, porque ocurría que el PSOE no se fiaba del Partido Comunista, temía ser engullido por él. Esta era una cuestión histórica, antigua, que venía de los tiempos de la República, y desde el primer momento los socialistas no quisieron sumarse a la Junta Democrática y constituyeron la Plataforma. Y eso carecía de sentido. Lo explicaba el propio Carrillo cuando afirmaba que juntos no eran capaces de derribar el régimen de Franco, pero separados muchísimo menos. Así que decidieron aproximarse, porque veían que la cosa avanzaba hacia la reforma y necesitaban constituir una fuerza importante para negociar sus condiciones, que Suárez asumió e incorporó a su política para preparar unas elecciones con bases realmente democráticas.
El PCE, antes de su legalización, ¿en verdad tenía tanta fuerza? Sí, era el único partido que tenía fuerza en la izquierda, no había otro, era EL PARTIDO, como le llamaban entonces. Felipe González, cuando vino a España, me contó que el PSOE en aquella época contaba con tres mil seiscientos militantes en todo el país, cuatro gatos mal contados, en cambio el PCE poseía una estructura potentísima en todos los ámbitos de la vida política: sindicatos, universidad, cultura, fábricas… Era muy potente y realmente fue el único que, en tiempos de la Dictadura, lideró y llevó a cabo la lucha contra el franquismo. Sin embargo, llegado el momento de las elecciones, no se le devolvió la factura y ganó el PSOE, porque los españoles votaron moderación.
En un principio, a Suárez no le recibió bien nadie, pero el libro cuenta que él se mostraba satisfecho con su elección y que se veía capacitado para desarrollar la misión encomendada. En el fondo, ¿él deseaba ser el protagonista, la persona que condujese el proyecto de la Transición a buen puerto? Hombre, aquello era una oportunidad histórica para la vida de cualquier político que se precie. Suárez procedía del Movimiento y su elección fue una jugada muy inteligente, llevada a cabo por Torcuato Fernández Miranda y por el propio Rey. Suárez era un segundón de la política, un chusquero como él se llamaba a sí mismo, pero poseía unas cualidades muy importantes: era muy dúctil, es decir, carecía de un proyecto político personal, algo que sí tenía Fraga, y podía asumir el proyecto transformador. Además, era valiente. Por lo tanto, era el hombre perfecto para dirigir un periodo tan convulso y difícil como fue la Transición.
«Negociación, acercamiento, pacto», ¿esas tres palabras definen la Transición? Sí, sin duda. Primero hubo distancia; después desconfianza; luego duda, y por último negociación, acercamiento y pacto. Todo eso se observa en la Constitución, en la Ley para la Reforma Política y también en muchas otras cosas.
Los militares no aceptaron de buen grado las reformas y el teniente coronel De Santiago dimitió como ministro. ¿A partir de qué momento podemos decir que las Fuerzas Armadas, en su conjunto, apoyaron el proyecto de reforma? Las fuerzas armadas de entonces eran franquistas hasta la médula. Casi todos los generales habían hecho la guerra con Franco. Había muy pocos militares monárquicos, tres o cuatro en total. Pero la reforma la vieron muy mal y cuando se legalizó el Partido Comunista estuvieron a punto de salir a la calle. Sin embargo, el ejército ha llevado a cabo una evolución política formidable, en silencio, con disciplina, y nadie se ha enterado. Creo que la vacuna definitiva para todo esto fue el golpe de estado del 23 de febrero de 1981. Aunque hubo otro intento de golpe en 1982, a partir de aquel momento toda tentación totalitaria y regresiva cesó. Luego los generales se fueron jubilando y accedió al mando otra capa de militares distintos. La incorporación a la OTAN resultó definitiva en este sentido.
La semana trágica del mes de enero de 1977 fue especialmente tensa. Recuerdo que en aquellos momentos pensé que, tras lo de Atocha, el ejército iba a saltar. Sí, fue la más crítica. Rodolfo Martín Villa, un hombre ponderado y pausado, con bastante sangre de horchata, me dijo que en esos días fue la única ocasión en que vio la Transición en peligro, porque habían tocado todos los resortes para provocar un levantamiento: asesinato de los abogados laboralistas, secuestro de un miembro del Consejo Superior de Justicia Militar y de un miembro del Consejo del Reino, asesinato de estudiantes, policías y guardia civiles… En esos diez o quince días cualquiera de estos sectores podía haberse echado a la calle y haber producido un enfrentamiento, con lo que se hubiera acabado todo. Fue un tiempo muy crítico, pero todos aguantaron y los españoles, callados, no dijeron ni Pamplona y aguantaron también.
En todo este tráfago de acontecimientos políticos, hay un instante muy importante: tomando todas las precauciones posibles, de tapadillo, a escondidas, se produjo la inevitable entrevista entre Adolfo Suárez y Santiago Carrillo. Como periodista, ¿qué hubieras dado tú por estar presente en ella? Bueno, las dos manos y quizá los dos pies también. Fue una entrevista muy importante de la que no se siguió nada. Allí no se adoptó ningún acuerdo, pero se tomaron la medida el uno al otro y supieron que cada uno podía fiarse de la palabra del otro, algo que no ocurre ahora con Catalunya, ya que no te puedes fiar de la palabra de los independentistas, porque te la clavan a la vuelta de cualquier esquina. Suárez asumió un riesgo tremendo, pero Carrillo respondió a la altura de lo que se esperaba de él y reconoció la bandera, la unidad de España y la corona. Hubo ahí un nivel de condición humana y política extraordinario.
El PCE se legalizó en plena Semana Santa, una semana de pasión para legalizar un partido político ateo por definición. El Sábado de Resurrección supuso la resurrección del comunismo, paradojas de la vida. Sí, efectivamente, después de un proceso bastante complicado se produjo la legalización. Como máxima institución del poder judicial, el Tribunal Supremo del que Suárez esperaba su respaldo, dijo que aquello no era de su competencia, que era una decisión política. Hubo que recurrir entonces a la Junta de Fiscales del Reino, después de que Carrillo hubiera modificado sus estatutos, de tal manera que presentó unos estatutos inmaculados, que, literalmente, hubiera firmado cualquier político de la Democracia Cristiana. Con esos avales, resultaba imposible no legalizar al PCE.
Al final del libro hablas de que la Constitución se debe respetar, pero ¿puede ser reformada, no?
Claro. Toda constitución que no se modifica se queda vieja y se muere. Hay que modificarla, pero tenemos muchos enemigos de la constitución en activo y con poder. De hecho, algunos están en el gobierno, es decir, no podemos abrir esa reforma tan necesaria, porque por esa puerta se cuela su destrucción. Ese es nuestro problema actual y es el que deberíamos resolver, si es que se puede, algo que no sé si es posible.
Terminamos: ¿quién fue el auténtico protagonista de la Transición: el Rey, Adolfo Suárez, Santiago Carrillo, Felipe González, el pueblo español? Fueron todos, el Rey, Suárez, Carrillo, Felipe González…. Y fue el pueblo español, que se comportó de una manera admirable, votó el referéndum para la aprobación de la Ley para la Reforma Política de forma abrumadora y le dio legitimidad a Suárez para seguir adelante con el proyecto. Si el pueblo español no hubiera votado o el resultado hubiera sido de menor apoyo, la reforma no se hubiera podido llevar a cabo.
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