Por estas fechas del año 1947, un héroe legendario era herido y desaparecía en aguas de un río llevado por la corriente. “No le busquéis amigos, en ningún cementerio con hierros y maderas. Buscadlo en la corriente, entre el limo nocturno y el agua fulgurante del río de su patria. Buscadlo, amigos míos, que no se pierda el brillo de su frente; que el hombre valeroso no se pierda”, ruega el poeta por el recuerdo del Mayor Juan Martincich.
Hijo de un inmigrante de los Balcanes oriundo de la lejana Montenegro y casado con Irma Goitia, Juan Martincich había sido elegido por la providencia para escribir con su vida un poema inmenso. Condecorado con la Cruz del Chaco, su actuación en la guerra conquistó dimensión legendaria cuando actuando bajo el mando del recordado León Karé traspuso las márgenes al norte del río Parapití. Se había cumplido la célebre profecía de Emiliano R. Fernández: “Aimero en Parapití…” (Cuando esté allá en el río Parapití).
Desde la cima de los picachos que rodean a Charagua, había regresado el gallardo capitán afiebrado de patriotismo y harto de la incuria, incapacidad y entreguismo del régimen gobernante, como tantos otros jefes, oficiales y soldados de aquel bizarro ejército vencedor del Chaco. Una conducción oligárquica poco realista y excluyente, enfrentada a un pueblo al que desestimaba social y espiritualmente tenía, con estos elementos en juego, poco más que los días contados.
La alborada febrerista
Toda agitación en ansia de progreso era por entonces una amenaza para una casta gobernante totalmente divorciada del pueblo. A fines de enero el agonizante régimen había dispuesto una vez más el arresto, separación del ejército y deportación del coronel Rafael Franco. Las razones para tales medidas no eran otras que los vítores y aclamaciones que habían prodigado el 26 de enero, reunidos en Itá, los excombatientes de la guerra al líder que los condujo en tantas resonantes victorias. Sería la iniquidad culminante de un régimen moribundo.
Una densa red sediciosa donde participaba entre otros, el hijo del mismísimo Cecilio Báez, se convenció de la imperiosa necesidad de pasar a la acción ejecutiva y realizar enmiendas. Los principales organizadores del movimiento fuera de los cuarteles eran el mayor Elide Báez y el Mayor Juan Martincich.
A las 8 de la mañana del 17 de febrero de 1936 empezaba el tiroteo y a las 9 de la noche presentaba su renuncia el presidente Eusebio Ayala. Sobre la bahía de Asunción brillaban los astros y bajo ellos, un pueblo soñaba con haber encontrado su estrella elegida.
El Destino cambiante de los hombres
Pero el destino se reservaba muchos sinsabores para los partidarios de la revolución paraguaya. El imperialismo petrolero se negaba a aceptar que se le escape de las manos una nación reducida a la más vil bajeza desde 1870.
La vieja Iglesia Católica, inquisitorial y contemporizadora de terratenientes y déspotas deslustrados, abría los confesionarios a la conjura contrarrevolucionaria. La desalojada oligarquía liberal golpeaba desesperada todas las puertas dispuesta a aceptar la mano del mismo gobierno boliviano, si éste se la quisiera dar.
Algunos segundones como “Kure-í” Paredes sentían carcomerse de envidia al tener que soportar en el sillón presidencial a un coronel del pueblo, aureolado por una honestidad a toda prueba y nimbado por la gloria de tantos triunfos en combate.
Eran demasiados enemigos, y ya sabemos lo que vino después. La ubérrima zona petrolífera del Chaco tajeada y entregada en bandeja de plata, el terror de muertes bestiales como la de Félix Agüero, la ejecución del Mayor Joel Estigarribia, la constitución Nazi-Fascista de 1940. Aún habría, a pesar de todo, tiempo para morir por causas bellas. El 9 de junio de 1946 el dictador es tomado prisionero por un gabinete democrático y como las cosas que siempre llegan, llega la primavera.
Al llamado de la gloria
Siempre hay un 13 de enero capaz de demostrar que es posible dividir a la sociedad más homogénea cuando se hace culto del sectarismo. El 8 de marzo de 1947 los militares institucionalistas se levantan en Concepción y Chaco exigiendo el restablecimiento de las libertades civiles y la guerra fratricida estalla. Al recrudecer las persecuciones políticas muchos deben huir y refugiarse en la sede de representaciones diplomáticas extranjeras. Hacinados en la embajada brasilera, Juan Martincich y otros militares institucionalistas ven pasar los días entre el tedio del asilo político y riesgosas salidas para recabar información.
Finalmente, al promediar agosto, llegan noticias que hacen pensar que la dictadura se desmorona: las tropas de Concepción han burlado el cerco gubernista y están en las puertas de Asunción. Con el brillo de la euforia en los ojos, Juan escapa del refugio en la embajada, traspone las líneas de defensa enemigas y en las proximidades de Villeta se integra finalmente a las filas combatientes de la revolución.
En las barrancas de Angostura
Pero la moral de las tropas en Villeta no es la que el Mayor hubiese esperado. Ha cundido en sus filas que el dictador recibe desde la Argentina armas y municiones en cantidades crecientes, que el comando revolucionario se desgasta y el ímpetu de la revolución pierde fuerza. Algunos han empezado a cruzar el río hacia la costa argentina, pero Martincich decide resistir hasta el final. Batida la línea de defensa, el 19 de agosto decide replegarse hasta Angostura y ayudar a los últimos combatientes a embarcarse en canoas hasta que se queda sin lugar en ellas. Sólo le queda cruzar el río a nado. Las tropas y milicias gubernistas, entre tanto, ya han tenido tiempo de acantonar en las barrancas de Angostura las flamantes y letales ametralladoras automáticas de precisión, obsequiadas por el gobierno argentino.
Ráfagas de metralla sobre el río y estrella demorada en el cielo del alba. Un tableteo implacable desde la barranca rompe la atmósfera agreste de la mañana y Juan Martincich, a mitad de cruzar el río a nado, siente que le falta el aire y que sus brazadas pierden fuerza. El agua del río Paraguay se tiñe color escarlata y el cuerpo del mayor desaparece. La sangre había llegado al río y el pérfido fantasma del destino prendía fuego a la vana ilusión de un Paraguay más justo.
Los restos del héroe llevados por la corriente jamás serían encontrados en las orillas. A quienes aún lo esperan, Hérib Campos Cervera aconseja: “Buscadlo en la esperanza y el sueño. Y si sucede que olvidáis su cifra; aquí os dejo estas letras que lo nombran como una luz que rompe su traje de tinieblas: Estrella Demorada sobre el cielo del Alba”.
Lo que no había logrado la defensa boliviana al norte del Parapití, lo lograba el orquestaje del odio montado por la desmedida ambición de un dictador. Y en una mañana templada de agosto, el río epónimo se había convertido en un vasto cenotafio para un paraguayo entero, caído en ley de hombría sobre campo de libertad.
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