A lo largo de los últimos cincuenta años una gran parte de mi vida se centró en el “la búsqueda del inicio del camino que te conduce al encuentro con la fe cristiana”. Como consecuencia de mi contacto con el mensaje de Jesús, en cuanto podía o me dejaban, me aprestaba a transmitir esos conocimientos a cuantos estimaba que prestaban cierta receptividad al mensaje. Hace unos cuantos años decidí tomarme un respiro y abandoné la segunda parte de mi propósito. A lo largo del último quinquenio he permanecido en el cómodo silencio de la retaguardia. He huido del encuentro cara a cara con posibles oyentes. Esta especie de exilio (salvado en parte por mis artículos en diversos medios o mis programas de radio) ha llegado a agradarme y hacerme sentir muy a gusto en esa peligrosa “zona de confort”. Pero el “gusanillo” ha permanecido ahí. En cuanto me han pedido que me incorpore a la “vida activa”, no he dudado en poner de nuevo “la mano en el arado”. La semana pasada he vuelto a trabajar como catequista en mi parroquia con un grupo de adultos ávidos de conocimientos del Evangelio. Mi buena noticia de esta semana la recibí ayer durante la presentación de los más de cincuenta catequistas de mi parroquia para este curso. Una pléyade de hombres y mujeres, de todas las edades, dispuestos a transmitir la poca o mucha fe con la que contamos. La segunda parte del “milagro” es la presencia de casi trescientos catequizados. Niños que preparan su primera comunión, jóvenes y adultos que quieren confirmarse, o algún adulto que quiere recibir el bautismo. El Mensaje es extraordinario e interesa a casi todos. El problema surge cuando, teniendo un maravilloso “producto” en nuestras manos, no sabemos presentarlo adecuadamente. Nos preocupamos mucho del envoltorio y descuidamos el contenido: la vida y el mensaje del único “influencer” que vale la pena seguir. Esta semana he sentido la sensación de “volver a empezar”.
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