Cada cual desde su interior está llamado a ser el pulso de la vida, la heroína de su existencia, no el sacrificado. Nunca es tarde para reponerse, para dialogar de igual a igual, para comprender y entender con vivo anhelo que nos pertenecemos y que tampoco podemos transitar excluyéndonos, puesto que todos, absolutamente todos, somos necesarios e imprescindibles para la conquista de ese mundo armónico del que tenemos que formar parte. Quizás debamos avivar otros lenguajes más éticos, asegurando una paz justa y duradera, siendo fecundos en bienestar interno y en avance humanístico. Lo peor es caer en la autocomplacencia, sin haber pasado de las buenas intenciones a la realidad, lo que nos exige responsabilidad y principios.
Indudablemente, nos hace falta activar una nueva estética, sustentada sobre horizontes morales, que nos universalicen y reconduzcan hacia otros espacios más libres y donantes. En consecuencia, hemos de entender esta nueva heroicidad, como algo que nos trasciende y purifica en la mística batalladora de los días. Lo importante es no desfallecer y estar ahí siempre, como ese faro de cultura que todo lo abraza y todo lo espera, para tranquilidad de los caminos y de sus moradores, haciendo una sola familia y del mundo un único país. Sobran las fronteras y los frentes; y, sin embargo, escasean los abrazos y los latidos que se dan de corazón a corazón. La humanidad siempre ha contabilizado sus víctimas de guerra en términos de muertos y heridos, de pueblos destruidos, de medios de vida arruinados; pero se ha olvidado de hacer propósito de rectificación y proyecto conciliador. Desde luego, tenemos que cambiar nuestra carta de naturaleza, con la proeza del deber de tendernos la mano unos a otros. Únicamente así, haciéndonos valer y dándonos valor mutuamente, podremos propiciar ese cambio circunstancial a nivel global, bañado con sudores y cansancio, pero nunca con sangre y lágrimas. Lo que está claro que bajo esta atmósfera de falsedades que nos gobiernan, no se generan nada más que torturas. Ahora, cuando más de un centenar de países se han comprometido en salvar los bosques y acabar con la deforestación en 2030, se me ocurre pensar en esas inútiles contiendas que nos sorprenden aún cada día, de las que el medio ambiente suele ser con frecuencia el gran mártir arrinconado. Pozos de agua contaminada, cultivos destrozados y quemados, bosques talados, suelos envenenados por el odio y la venganza, animales sacrificados, todo se ha dado por válido para obtener una ventaja militar. Lo decía Albert Camus: “El que mata o tortura sólo conoce una sombra en su victoria: no puede sentirse inocente. Necesita, pues, crear la culpabilidad en la víctima”. En todo caso, no son las fuerzas ciegas de la naturaleza, sino los seres humanos, lo que a veces con una pasión salvaje, acarrean sufrimientos inenarrables, el infortunio y la destrucción total. Por eso, es vital hacer justicia, no para vengarse, sino para el cumplimiento de esta exigencia decente que proclama el bien sobre el mal. Donde hay poca imparcialidad es un riesgo tener juicio; y, cuando este falta, la temeridad nos gobierna. De ahí, lo sustancial que es activar el coraje cívico en todo momento, justamente por el hecho de contribuir humanamente a dignificarnos la vida. Únicamente, el ser verdaderamente justo, lleva consigo la virtud de la fortaleza. Puede que andemos necesitados de actos sublimes, es cuestión de poner entusiasmo en la vida, de no cesar en la batalla del alma, que es en realidad aquello por lo que caminamos, sentimos y pensamos. Desgraciadamente, hay muchos cauces perdidos, hundidos en la apariencia, incapaces de reencontrarse consigo mismo, cuando en realidad nuestros atributos son el movimiento, la sensación de sentirnos parte de la poesía que nuestros ojos divisan más allá de la corporeidad y el sentirnos acompañados para poder sonreír unidos a ese árbol viviente como ramas en camino. Seamos, pues, ese viento que todo lo eleva y lo trasciende. Que las alegrías son abecedarios arbóreos que nos entonan y aires que tonifican.
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