Caminaba sin rumbo fijo. Iba con la cabeza agachada. Si alguien hubiese reparado en él hubiera observado en sus ojos una tristeza y amargura infinitas. Juanito no sabía a dónde ir. Llevaba por lo menos tres horas andando. Era una mañana fría de invierno. El aire frígido le calaba hasta la médula de los pobres huesos de su cuerpecillo de nueve años.
No podía ir peor vestido para un día como aquel. Los míseros zapatos ya no daban más de sí. Estaban rotos y descosidos, por lo que los pies los llevaba como témpanos de hielo. Tampoco tenía calcetines. Eso hubiese sido demasiado lujo.
Los pantalones cortos, sujetos con una tomiza, hacían que el vello de sus piernas estuviese erizado por el frío gélido que envolvía el ambiente. Un triste y gastado jersey cubría su pecho sin camisa. Sobre él llevaba una cosa que simulaba un abrigo que su madre le había arreglado de una chaqueta vieja de su padre.
No sabía qué hacer. Lo único que llevaba en su cabeza era que su madre, aquella mañana, no había podido levantarse. No había tenido fuerzas para moverse de la pobre yacija. La causa era que llevaba tres días sin comer nada. La poca y mísera comida que había podido conseguir se la había dado a la fuerza, a Juanito. Éste quería que la compartiesen, pero su madre se negaba rotundamente, diciéndole: “Hijo tu tienes que seguir viviendo, así que lo poco que hay es para ti”.
De cuando en cuando extendía la mano a alguna persona de las que pasaban, solicitando le diesen alguna moneda. Nadie la hacía caso. Todos iban con prisas. Muchos lo apartaban de un empellón. A duras penas podía contener sus lágrimas. Quería poder llevarle a su madre algo que comer. Había escuchado que era el día de la Noche Buena. Por eso la gente iba con tanta premura. Tenía que hacer las últimas compras para la cena y adquirir algún vestido o ropa elegante para lucirlo por la noche. A él le daba igual la noche que fuese. De todas maneras sólo tenía Noches Malas. Pero no siempre había sido así.
De pronto se puso a recordar cuando vivía su padre. Éste era un obrero metalúrgico. Trabajaba en una empresa no muy grande, pero ganaba lo suficiente como para que pudiesen vivir los tres. Vivían en un barrio obrero. En un piso alquilado que, aunque pequeño, era muy agradable y acogedor. Estaba en una planta tercera. Tenía una pequeña entrada, a cuya izquierda se encontraba una cocina, no muy grande, pero con todos los elementos necesarios. Había hasta una lavadora. De la entrada se pasaba a un salón bastante amplio, en el que hacían la vida. Allí comían, veían la televisión y su padre o su madre le leían cuentos.
Su padre lo pasaba en grande cuando ponían fútbol. Gritaba y se enardecía igual que si estuviese en el campo. Eran días felices. Su padre lo quería con locura. Tanto que su madre, muchas veces, le decía: “José mimas al niño demasiado y lo tienes muy consentido”. Éste se reía y le respondía: “Déjame que disfrute de él ahora que es pequeño. Cuando se haga mayor, no querrá ni que le de un beso”. Ciertamente era muy pequeño, pero se acordaba muy bien de las caricias, los mimos y los besos, tanto de su padre, cuanto de su madre.
Decían que era el día de la Noche Buena. Que bien lo había pasado él entonces. Su padre, lo menos una semana antes, preparaba en el salón una mesa, la cubría con papel de envolver y por la parte trasera y los laterales la rodeaba con ramas de pino y de madroño que habían ido los tres a coger a la sierra que estaba muy cercana de su casa.
Sobre la mesa esparcía serrín para simular la tierra, y también el musgo que igualmente habían traído del campo. Con papel de aluminio, bien cubiertos los bordes por el serrín y el musgo, simulaba un arroyo, sobre el que colocaba un puente que sería por el que caminarían los tres Reyes Magos.
Una de las cosas más bonitas era cómo quedaban los pastores, las ovejas, las cabra, la pareja de bueyes arando, la vieja que sacaba agua del pozo y el chiquillo que llevaba una gallina en la mano. Pero las cosas que más llamaban la atención eran el castillo de Herodes y la pequeña gruta que su padre había construido para colocar en ella el Misterio.
Su padre, bastante habilidoso, se las ingeniaba para instalar un tendido de luces parpadeantes, de forma que casi no se veían las bombillitas y sí se apreciaban los multicolores de éstas. De verdad que el Nacimiento quedaba precioso. Por lo menos eso era lo que decían los vecinos que venían a verlo. A él le gustaba que lo dijesen porque así se sentía más orgulloso de su padre. Pero aunque no pronunciasen ninguna alabanza, se sentía tan contento y feliz con él que estaba seguro deque no había otro igual.
La cena era especial. Su madre siempre se esmeraba. Primero ponía unos platos con jamón, queso, salchichón u otros embutidos y no faltaban los langostinos o gambas finas de Huelva. Mientras disfrutaban de estos aperitivos, charlaban, reían, cantaban villancicos. Lo pasaban en grande. Cuando la madre se presentaba con la carne, apenas le quedaba sitio en su estómago para introducirle más comida. Unas veces era lomo mechado con una salsa exquisita. Otras un pollo grande y hermoso asado con trozos de manzana dentro, pasas o higos secos cortados. De esa forma el pollo quedaba más jugoso y agradable al paladar.
Su madre decía que poner un pavo para los tres era demasiada carne y luego estaban comiendo sobras dos o tres días. Su padre siempre se tomaba una o dos cervezas con los aperitivos y su madre, casi siempre lo acompañaba, aunque no le gustaba mucho el alcohol. Pero de lo que no se privaba era de tomar un poquito de vino de la botella que su padre siempre compraba y que se la bebía casi toda. Se achispaba un poco, pero decía:” Hoy es Noche Buena y hay que hacer los honores”.
Así transcurrió su infancia, llena de mimos, caricias y felicidad.
Pero la desgracia se cernió sobre su casa. La pequeña empresa en la que trabajaba su padre quebró. Fue despedido y estuvo dos años cobrando el subsidio de paro. No les iba muy mal, pero no era lo mismo que el sueldo completo. Su madre buscó trabajo de limpiadora y podían seguir adelante. Pero lo que su padre más deseaba en el mundo era poder seguir trabajando. No servía para estar brazo sobre brazo. Se consideraba un parásito. Decía que él había nacido para trabajar y no “para vivir del cuento”. Pero ninguna empresa lo contrataba. La situación económica del País pasaba por un mal momento y había muchos parados. A su madre también la despidieron, porque la familia con la que trabajaba también pasaba por un mal momento económico.
Aquí empezó la pendiente.
Su padre se fue hundiendo poco apoco en una depresión que tenía a todos amargados. Algunas veces, en su desesperación decía: “Algún día voy a hacer un disparate”. Su esposa procuraba animarlo. Le decía que ya saldrían de aquella mala racha. Pero no salieron. El subsidio del desempleo se agotó y vinieron problemas mayores. Empezaron a vender los muebles que tanto querían pero llegó el momento en el que no hubo nada que pudiesen ofrecer para sacar aunque fuesen unos céntimos de euro. No podían seguir pagando el alquiler del piso.
Los desahuciaron. A las afueras de la ciudad, en un terreno que era un erial, su padre, con unas chapas metálicas y otras de madera, levantó un chamizo en el que poder refugiarse. Y a esa miserable covacha tuvieron que mudase, llevando unos somieres que habían encontrado en un vertedero, una mesa a la que le faltaba una pata y algunos cacharros de cocina, que su madre aún conservaba. También llevaron los colchones. Su madre no había querido venderlos, y algo de ropa de cama.
La situación no podía ser peor. El padre estaba cada día más hundido en la depresión. Una mañana se marchó diciendo que iba a buscar trabajo, pero no regresó. Por la tarde, dos policías se presentaron en la casucha y le pidieron a la madre que los acompañasen al hospital a ver si conocía a la persona que se había arrojado al tren. La madre supuso lo peor. Cuando llegó a la cámara mortuoria, sus sospechas se confirmaron. No lloró. Llevaba tiempo esperando una cosa así. Sólo se vio invadida por una enorme tristeza y desolación. Su marido había sido todo para ella. Recordó sus felices años de novios. La alegría de su matrimonio y no pudo más. Se desplomó en el suelo como un fardo vacío.
En el hospital la reanimaron y le dijeron que si tenía medios para el entierro. Con enorme tristeza y pena dijo que no. Hubo que hacerlo de caridad. Se encontró más sola que nunca y con la enorme preocupación de que tenía que cuidar de Juanito. Si no hubiese sido por éste Hubiera seguido los mismos pasos de su marido. No le quedaba más remedio que sacar fuerzas de flaqueza, pues su niño no podía quedarse sólo.
Volvió a buscar trabajo. Pero nada. La situación económica era tan mala, por lo menos para sus deseos, que nadie la contrató. Embargada por una enorme vergüenza y tristeza tuvo que ponerse a mendigar. Algunos días conseguía unas monedas y podía comprar, por lo menos, leche y pan o alguna lata de conserva.
Llevaba bastantes jornadas que no lograban que le diesen ni unos míseros céntimos. Por eso aquella mañana no pudo levantarse. No le quedaban fuerzas ni para intentarlo. Hacía mucho tiempo que comía lo mínimo. Su organismo estaba minado y a punto de dejarse vencer por la inanición.
Juanito caminaba sumido en estos pensamientos, pues su inteligencia le hacía que se diese cuenta de todo lo que su madre estaba sufriendo por él. De pronto, por sus fosas nasales penetró un olor que, aunque muy antiguo, todavía su cerebro era capaz de reconocer. Era el perfume del pan recién hecho, caliente, dorado, crujiente. Le trajo tantos recuerdos que casi les asomaron las lágrimas a sus sufridos ojos.
Se encontraba a pocos pasos de una panadería. Bueno, no era sólo una panadería, además era confitería y una pequeña tienda en la que se podría encontrar casi de todo. Tenía un gran escaparate en el que se contemplaban una enormidad de cosas apetecibles. Había panes redondos y de cantos, barras, pan de Viena, bollos de leche, exquisitas tartas de chocolate, fresa, nata y hasta de limón. También estaba bien surtido de empanadas de atún, lomo, salmón y hasta de cabello de ángel. Todo tenía un letrero indicándolo, así como el precio de cada cosa.
Arrobado se extasió contemplándolo. No sabía cuánto tiempo llevaba allí. De pronto notó una palmada cariñosa sobre su hombro. Extrañado se volvió y vio a una señora que con una afabilidad infinita lo contemplaba. Juanito se quedó arrobado contemplándola. Podría tener unos sesenta años. La piel de su cara era tersa y limpia como le de una muchacha joven. Sus ojos eran de un azul intenso y en ellos se adivinaba cono una dulce sonrisa que le iluminaba todo el rostro. Vestía un abrigo azul de gamuza, con el que hacían juego los zapatos y el sombrero que lucía con toda elegancia. El vestido que llevaba bajo el abrigo era de un tenue azul cielo, y todo su aspecto presentaba una majestuosidad tal que, en lugar de infundir temor o respeto, hacía que Juanito, sin saber por qué, se encontrase a gusto y libre de las preocupaciones que hasta el momento de presentarse la señora había tenido.
-Juanito ¿Qué haces aquí parado? -Se quedó perplejo. Su timidez le impidió preguntarle que cómo sabía su nombre. Antes de responder, la miró despacio y con detenimiento y la emoción sobrecogió al niño, cuando le respondió: -Estoy contemplando todas estas cosas tan buenas porque quisiera llevarle alguna a mi madre para que se la comiese, ya que lleva muchos días que no ha probado bocado, pues lo poco que consigue me lo da a mi, y hoy no se ha podido levantar de la cama por falta de fuerzas. La señora no le hizo comentario alguno. Con toda tranquilidad abrió el bolso, sacó el móvil, marcó un número y Juanito oyó como decía: -Gabriel llama a Miguel y a Rafael que os estoy esperando en el escaparate de la tienda de comestibles de la calle principal.
Como si hubiese estado sólo a unos metros apareció Gabriel. Era un caballero más bien alto. De complexión atlética. Vestía un terno gris perla, con una corbata a juego. Los zapatos negros le relucían como si fuesen de cristal. Tenía el pelo entrecano. Una cara que rezumaba bondad y comprensión. Sus ojos amelados se fijaban en Juanito con una ternura y una compasión inmensas. Lo más llamativo, sin embargo era su boca. No reía, pero tenía una especie de sonrisa tierna que cautivaba.
A continuación llegó Miguel. Era poco más o menos de la misma estatura que Gabriel. También vestía con suma elegancia. Llevaba un traje azul claro, con camisa y corbata del mismo color. Al contrario que Gabriel su pelo era de un negro azabache que reflejaba las luces de los decorados navideños, y sus zapatos, al igual que los de Gabriel relucían intensamente. Su semblante reflejaba serenidad y sus ojos negros infundían confianza y tranquilidad.
Seguidamente llegó Rafael que, en cuanto a estatura, era semejante a Gabriel y Miguel. Su atuendo poco se diferenciaba de la vestimenta de éstos, con la salvedad de que el traje era gris marengo, la camisa de un blanco níveo y una corbata haciendo juego con el traje. Su cabello también era entrecano y todo su aspecto transmitía paz y sosiego. A diferencia de los otros que no llevaban cartera de mano ni maletín, él sí portaba uno de un cuero reluciente.
Cuando estuvieron presentes los tres, la señora se dirigió a Gabriel y le dijo: -Cuidad de Juanito, comprar en la tienda todo lo que sea necesario para que, con su madre, disfrute de una Noche Buena feliz, y adquirir algunas cosas más para días siguientes. Yo tengo que marcharme. Aún he de resolver otras situaciones.
Entonces el Gabriel, con suma ternura, le dijo a Juanito: -Ven dentro conmigo y escojamos lo que más te guste. A Juanito le pareció un sueño.
Una vez dentro. Con voz muy agradable pero autoritaria le dijo al dependiente: -Prepare una cesta de las que se usan por Navidad, pero un poco más grande que las normales e introduzca en ella lo que este niño le diga.
Juanito se quedó anonadado y mudo por la emoción. Tanto que no pudo articular palabra. Entonces Gabriel, fue escogiendo a su gusto. Pidió dos empanadas de atún, dos de lomo, dos de cabello de ángel. Un hermoso pan redondo tierno y crujiente. Alfajores, mantecados. Dos barras de turrón, una del tierno y otra del duro de almendra. Unas cuantas botellas de refrescos y una tarta de caramelo, así como algunas latas de sopa de distintos gustos.
En fin completó una surtida cesta de Navidad con viandas más que suficientes. Pagó su importe y le dijo a Juanito: -Anda, vamos a coger un taxi y la llevamos a tu casa.
En la Puerta lo esperaban Miguel y Rafael. Pidieron un taxi que se presentó rápidamente, entraron loa cuatro en él y Gabriel le dijo a Juanito que le indicase la dirección al taxista. El niño se sintió avergonzado cuando le dijo al conductor dónde tenía que llevarlos, pero los tres lo miraron con tanta ternura y bondad que se sintió reconfortado y aliviado de un peso que no comprendía.
Cuando llegaron a la choza, más que vivienda, el panorama era desolador. La puerta estaba desvencijada y apenas se podía cerrar No había suciedad, ni miseria, sólo pobreza, tremenda pobreza. La madre estaba exhausta en la cama. Apenas pudo saludar, pues le faltaban las fuerzas. Entonces, tras dejar la cesta que llevaban, Rafael se hizo Cargo de la situación. Con sumo cuidado para no caerse, se sentó junto a la cabecera del camastro en una de las dos sillas casi descompuestas que había, abrió su maletín y, con gran tacto comenzó a reconocer con es estetoscopio a la madre de Juanito. Se volvió a Gabriel y a Miguel y les dijo: -No es cosa de preocupación. Sólo una fuerte desnutrición a la que vamos a poner remedio inmediatamente. Voy a inyectarle unas vitaminas y tu Miguel calienta en el hornillo que hay sobre ese taburete una lata de sopa de las traemos.
Miguel, con el máximo cariño y sumo cuidado encendió el infernillo e hizo lo que Rafael le había indicado. Cuando estuvo para tomarlo, Rafael comenzó a darle el caldo, poco a poco y, lentamente, ésta se reanimaba. Se sentía más confortada. Iba recobrando fuerzas. Al fin pudo hablar y darles las gracias por tanta solicitud y delicadeza.
Rafael se marchó, diciendo que todo iría bien y dejó una tarjeta para que lo buscasen si llegaban a solicitarlo. Le quedaban varios asuntos pendientes por resolver. Entonces el primer caballero se presentó. Dijo que se llamaba Gabriel y que llevaba algún tiempo observándolos, esperando el momento para prestarles ayuda. La madre se levantó y le dio las gracias.
Gabriel dijo que aquello no tenía importancia. Que recogiesen lo que quisiesen llevarse, a ser posible nada y que se marchasen con él en el taxi que había mandado que se quedase esperando. Así lo hicieron, sin preguntar nada.
Los llevó a una pequeña casita de un barrio obrero pero muy tranquilo. La casa tenía una sola planta. Una entrada. Una cocina. Dos dormitorios. Un agradable salón y una terraza muy coquetona. En un rincón del salón había instalado un Nacimiento, muy parecido al que su padre le montaba. Esto llenó a Juanito de satisfacción Estaba toda equipada con muebles sobrios pero confortables. En una pequeña mesita había un teléfono. Juanito ya no recordaba ni cómo se usaba. Extrajo del bolsillo interior de su chaqueta unos papeles que le dio a la madre diciendo:
-Tome Vd. son las escrituras de esta vivienda que, desde ahora es suya. -Aquí tiene una libreta de ahorro con dinero suficiente para que puedan vivir un tiempo, hasta que yo le proporcione un buen trabajo y Juanito pueda volver a la escuela. -Tome esta tarjeta mía, por si me necesitan, pero yo estaré en contacto con Vds.
Le dio un cariñoso beso a Juanito, un apretón de manos a su madre y se despidió. Aquello no les parecía realidad. Esta fue la Noche Buena más feliz de Juanito, desde que su padre vivía.
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