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Opinión
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Los humanos somos lo suficientemente perversos como para conseguir del resto de los animales casi cualquier cosa que nos propongamos

¿Por qué corren los caballos?

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Sucede con frecuencia que, con el siempre noble fin de obtener respuestas a nuestras más variadas inquietudes, nos valemos de preguntas en apariencia simples para abordar escenarios complejos. Quizá uno de esos escenarios sea el de las carreras de animales inducidas por los humanos. Y entiendo que las cuatro últimas palabras resultan claves a la hora de entender la esencia del presente artículo, por cuanto los hechos que aquí se denuncian tienen escasa o nula relación con la naturaleza de los animales implicados, perros y caballos en su mayoría.


Aducen quienes defienden las carreras que canes y équidos corren de natural, con lo que mal puede criticarse idéntico comportamiento si este acontece sobre una pista de tierra y con público en las gradas. Creo que en efecto se puede, y con toda razón, además. Veamos.


En su sentido más estricto, difícilmente merece ser calificado de «correr» a lo que hacen galgos y pura sangres durante sus actuaciones. Suponer que ello es equiparable a una carrera lúdica en la campiña o en un parque urbano implica manejar una muy exigua información sobre el tipo de vida que son obligados a llevar dichos animales durante su etapa profesional. Porque conviene recordar que estos pasan la mayor parte del tiempo recluidos en pequeños espacios, cercenando con ello de cuajo su necesidad de ejercicio. Jugar y correr con sus compañeros es algo que les está vetado por completo. Pero esta realidad no deriva de una suerte de crueldad de sus cuidadores (es el maquillado nombre que reciben las personas que se ocupan de ellos, no el que merecen), sino de la necesidad de mantenerlos en un permanente estado de ansiedad física y mental, pues solo de esta forma puede producirse en ellos esa «explosión» tanto muscular como emocional cuando de repente se abren las puertas de los boxes, incitándoles a que inicien una desaforada carrera.


A pesar del reiterado exhibicionismo de nuestra sacrosanta racionalidad, los humanos no solemos plantearnos preguntas de verdad importantes, una tan elemental como concisa en el caso que nos ocupa: ¿por qué corren caballos y galgos en las carreras? A bote pronto, puede parecernos una interpelación algo ramplona, pero no lo es si pensamos que su comportamiento en un estado «normal» paseando por el campo (sin presiones externas, digamos) no se asemeja en nada al que presentan en la pista. Por supuesto que es natural que perros y caballos corran, pero no largas distancias ni a una gran velocidad. Menos aún en modo competición, algo que quizá no tenga demasiado sentido para ellos. Si lo hacen así en el hipódromo o en el canódromo es porque sus responsables diseñaron sus vidas para que en el momento apropiado salgan disparados hacia la nada, espoleados por la fusta en un caso, por un absurdo muñeco guía en el otro. 


Cualquiera puede hacer la prueba con su perro o caballo, siempre que estos lleven una vida equilibrada y satisfactoria. Colóquese al protagonista en el interior de un recinto cerrado similar a los boxes, en medio de una pradera, y ábrase de repente la puerta. Uno y otro se le quedarán mirando con cara de no saber qué se espera de ellos, y lo más probable es que salgan al poco tiempo con absoluta parsimonia y continúen con la actividad interrumpida minutos antes para ser convertidos en protagonistas de un experimento tan estúpido como incomprensible.


La verdad es que el comportamiento de galgos y caballos en los circuitos de apuestas está en las antípodas de algo que merezca el nombre de «natural». Pero lo peor es que detrás de las bambalinas se esconde una explotación tan cruel como desconocida para el gran público. Los caballos cuestan auténticas fortunas, siempre en estricta proporcionalidad a las ganancias que se espera generen. Son «mimados» mientras rentabilizan su inversión, y sacrificados cuando sufren lesiones graves que les impiden competir y por tanto hacer caja. Muchas de esas lesiones, aunque incompatibles con la alta competición, les permitirían llevar una apacible vida de jubilados. Sin embargo, nadie invierte en un minusválido, por muy cotizado que fuese en su día. El business tiene sus reglas y no entiende de sentimentalismos.


Como todo negocio, los espectáculos que se nutren de animales están siempre supeditados a las férreas reglas del mercado. Pueden quebrar en un momento dado, como de hecho sucede, lo que coloca a aquellos en una situación de incertidumbre que casi siempre acaba mal. Una sociedad que permite indolente el sacrificio masivo de animales de compañía abandonados tampoco tendrá conflicto moral alguno para deshacerse de unos cientos de galgos y de algún que otro caballo que ya no sirven para lo que fueron creados y diseñados. Vemos así que la explotación pende siempre sobre estos desdichados seres: si la empresa funciona, no conocerán sino la reclusión y el sometimiento; si el negocio fracasa, sus vidas se verán truncadas para siempre.


Este tipo de escenarios ―las carreras― resultan muy atractivos para cierta gente, que ve en ellos una forma de entretenimiento y de posibilidades financieras al mismo tiempo. Y muchos se dejan ver en los hipódromos en una suerte de exhibición social que desprende cierto tufillo a clasismo rancio. Pero la cruda realidad es que las carreras inducidas por interés humano esconden bajo el glamour de las pamelas y los prismáticos una cruel esclavitud y una vida de carencias y sufrimiento.


En realidad, la estrategia que se sigue en el entrenamiento de galgos y caballos no es en el fondo muy distinta a la empleada para las peleas organizadas de perros. Salvando sus diferentes estatutos jurídicos ―mientras estas están prohibidas por ley, aquellas son toleradas y aun fomentadas por determinados poderes públicos y mediáticos―, ambas realidades se fundamentan en doblegar la voluntad de los protagonistas como método práctico para orientar su conducta hacia los intereses humanos. Nuestra capacidad intelectiva es utilizada así para obligarles a actuar contra natura, haciendo que se comporten de una manera que nunca se daría en condiciones de autonomía individual.


Los humanos somos lo suficientemente perversos como para conseguir del resto de los animales casi cualquier cosa que nos propongamos, y las carreras organizadas constituyen en este sentido un fiel paradigma.

¿Por qué corren los caballos?

Los humanos somos lo suficientemente perversos como para conseguir del resto de los animales casi cualquier cosa que nos propongamos
Kepa Tamames
martes, 1 de febrero de 2022, 09:20 h (CET)

Sucede con frecuencia que, con el siempre noble fin de obtener respuestas a nuestras más variadas inquietudes, nos valemos de preguntas en apariencia simples para abordar escenarios complejos. Quizá uno de esos escenarios sea el de las carreras de animales inducidas por los humanos. Y entiendo que las cuatro últimas palabras resultan claves a la hora de entender la esencia del presente artículo, por cuanto los hechos que aquí se denuncian tienen escasa o nula relación con la naturaleza de los animales implicados, perros y caballos en su mayoría.


Aducen quienes defienden las carreras que canes y équidos corren de natural, con lo que mal puede criticarse idéntico comportamiento si este acontece sobre una pista de tierra y con público en las gradas. Creo que en efecto se puede, y con toda razón, además. Veamos.


En su sentido más estricto, difícilmente merece ser calificado de «correr» a lo que hacen galgos y pura sangres durante sus actuaciones. Suponer que ello es equiparable a una carrera lúdica en la campiña o en un parque urbano implica manejar una muy exigua información sobre el tipo de vida que son obligados a llevar dichos animales durante su etapa profesional. Porque conviene recordar que estos pasan la mayor parte del tiempo recluidos en pequeños espacios, cercenando con ello de cuajo su necesidad de ejercicio. Jugar y correr con sus compañeros es algo que les está vetado por completo. Pero esta realidad no deriva de una suerte de crueldad de sus cuidadores (es el maquillado nombre que reciben las personas que se ocupan de ellos, no el que merecen), sino de la necesidad de mantenerlos en un permanente estado de ansiedad física y mental, pues solo de esta forma puede producirse en ellos esa «explosión» tanto muscular como emocional cuando de repente se abren las puertas de los boxes, incitándoles a que inicien una desaforada carrera.


A pesar del reiterado exhibicionismo de nuestra sacrosanta racionalidad, los humanos no solemos plantearnos preguntas de verdad importantes, una tan elemental como concisa en el caso que nos ocupa: ¿por qué corren caballos y galgos en las carreras? A bote pronto, puede parecernos una interpelación algo ramplona, pero no lo es si pensamos que su comportamiento en un estado «normal» paseando por el campo (sin presiones externas, digamos) no se asemeja en nada al que presentan en la pista. Por supuesto que es natural que perros y caballos corran, pero no largas distancias ni a una gran velocidad. Menos aún en modo competición, algo que quizá no tenga demasiado sentido para ellos. Si lo hacen así en el hipódromo o en el canódromo es porque sus responsables diseñaron sus vidas para que en el momento apropiado salgan disparados hacia la nada, espoleados por la fusta en un caso, por un absurdo muñeco guía en el otro. 


Cualquiera puede hacer la prueba con su perro o caballo, siempre que estos lleven una vida equilibrada y satisfactoria. Colóquese al protagonista en el interior de un recinto cerrado similar a los boxes, en medio de una pradera, y ábrase de repente la puerta. Uno y otro se le quedarán mirando con cara de no saber qué se espera de ellos, y lo más probable es que salgan al poco tiempo con absoluta parsimonia y continúen con la actividad interrumpida minutos antes para ser convertidos en protagonistas de un experimento tan estúpido como incomprensible.


La verdad es que el comportamiento de galgos y caballos en los circuitos de apuestas está en las antípodas de algo que merezca el nombre de «natural». Pero lo peor es que detrás de las bambalinas se esconde una explotación tan cruel como desconocida para el gran público. Los caballos cuestan auténticas fortunas, siempre en estricta proporcionalidad a las ganancias que se espera generen. Son «mimados» mientras rentabilizan su inversión, y sacrificados cuando sufren lesiones graves que les impiden competir y por tanto hacer caja. Muchas de esas lesiones, aunque incompatibles con la alta competición, les permitirían llevar una apacible vida de jubilados. Sin embargo, nadie invierte en un minusválido, por muy cotizado que fuese en su día. El business tiene sus reglas y no entiende de sentimentalismos.


Como todo negocio, los espectáculos que se nutren de animales están siempre supeditados a las férreas reglas del mercado. Pueden quebrar en un momento dado, como de hecho sucede, lo que coloca a aquellos en una situación de incertidumbre que casi siempre acaba mal. Una sociedad que permite indolente el sacrificio masivo de animales de compañía abandonados tampoco tendrá conflicto moral alguno para deshacerse de unos cientos de galgos y de algún que otro caballo que ya no sirven para lo que fueron creados y diseñados. Vemos así que la explotación pende siempre sobre estos desdichados seres: si la empresa funciona, no conocerán sino la reclusión y el sometimiento; si el negocio fracasa, sus vidas se verán truncadas para siempre.


Este tipo de escenarios ―las carreras― resultan muy atractivos para cierta gente, que ve en ellos una forma de entretenimiento y de posibilidades financieras al mismo tiempo. Y muchos se dejan ver en los hipódromos en una suerte de exhibición social que desprende cierto tufillo a clasismo rancio. Pero la cruda realidad es que las carreras inducidas por interés humano esconden bajo el glamour de las pamelas y los prismáticos una cruel esclavitud y una vida de carencias y sufrimiento.


En realidad, la estrategia que se sigue en el entrenamiento de galgos y caballos no es en el fondo muy distinta a la empleada para las peleas organizadas de perros. Salvando sus diferentes estatutos jurídicos ―mientras estas están prohibidas por ley, aquellas son toleradas y aun fomentadas por determinados poderes públicos y mediáticos―, ambas realidades se fundamentan en doblegar la voluntad de los protagonistas como método práctico para orientar su conducta hacia los intereses humanos. Nuestra capacidad intelectiva es utilizada así para obligarles a actuar contra natura, haciendo que se comporten de una manera que nunca se daría en condiciones de autonomía individual.


Los humanos somos lo suficientemente perversos como para conseguir del resto de los animales casi cualquier cosa que nos propongamos, y las carreras organizadas constituyen en este sentido un fiel paradigma.

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