Nos comportamos como si todo nos perteneciera. Como si todo estuviera sujeto a las leyes de la propiedad privada, como si pudiéramos decidir a nuestro antojo hasta de aquello que materialmente no es posible enmarcar en la posesión, el control y la disposición. Debido a que no reparamos sobre lo absurdo que es transferir el concepto de propiedad a todo, sufrimos sobre cuestiones que están fuera de ello y de nuestro alcance.
En esa realidad absurda, por ejemplo, consideramos a las personas que nos rodean como nuestras. Así, se crean miles de expectativas a partir de asumir que las personas y su entorno nos pertenecen.
Lo mismo sucede con casi todo. Casi, porque lo único que le pertenece a cada quien es su propio yo; y eso, más que pertenecer, en realidad es ser.
Nuestro yo nos pertenece en la medida en que somos. Confirmamos, cuando se “es” en la intimidad del profundo yo, que, en efecto, nada nos pertenece y, en el mejor de los casos nos fue prestado.
Si asumimos que todo nos fue prestado estamos en posibilidades de entrar a los territorios del desapego y a avanzar en nuestro proceso de liberación.
En esas demarcaciones comprendemos la lucidez de los pueblos antiguos que asumían a la naturaleza como su Madre. En esa lógica era fácil acceder a la cosmovisión de que a una madre no se le compra ni se le vende.
Es ahí cuando emerge en su total esplendor, por ejemplo, la Carta que el Jefe indio Seattle, de la tribu Suwamish, le dirigiera en 1854 a Franklin Pierce, “en respuesta a la oferta de éste decomprarle una gran extensión de tierras indias y crear una "reserva" para elpueblo indígena”:
¿Cómo se puede comprar o vender el cielo o el calor de la tierra? Esta idea es extraña para mi pueblo. Si hasta ahora no somos dueños de la frescura del aire o del resplandor del agua, ¿cómo nos lo pueden ustedes comprar? Nosotros decidiremos en nuestro tiempo. Cada parte de esta tierra es sagrada para mi gente. Cada brillante espina de pino, cada orilla arenosa, cada rincón del oscuro bosque, cada claro y zumbador insecto, es sagrado en la memoria y experiencia de mi gente.
No todo está sujeto a ser vendido y comprado, aunque en nuestro adormecimiento cotidiano no lo veamos así y todo lo asumamos como adeptos fieles del capitalismo voraz. Todo pasa, todo cambia, es necesario despertar para vivir en el aquí y ahora; para expandir nuestros sentidos, progresar en la consciencia y hermanarnos en el tiempo.
Como nada nos pertenece, como nada nos llevaremos cuando nos vayamos –quizá solo los recuerdos hasta el último segundo de vida, después no se sabe–, entendamos que lo que nos rodea es una ilusión prestada, en la cual nos entrenamos, por la cual pasamos.
Aquí mi poema reflexión poética: Todo es prestado.
Todo es prestado:
los amaneceres y las uvas,
las algas y los meteoritos,
los ojos amielados y los fractales gélidos;
tu corazón y la uña del meñique izquierdo,
el botón del elevador y las células madre,
el mar, las águilas reales y tu tesoro más preciado.
Quien venga por vez primera, a esta ciudad de embeleso, debe tener su alma abierta sin trabas o impedimentos. Porque Córdoba es ciudad, para verla con empeño, gozando de sus callejas, jardines y monumentos. Para aspirar sus perfumes, y disfrutar del misterio, que proporcionan sus patios con mil flores de ornamento.
Dijo en cierta ocasión Albert Camus que «la tragedia de la vejez no es que seamos viejos, sino que seamos jóvenes. Dentro de este cuerpo envejecido hay un corazón curioso, hambriento, lleno de deseo como en la juventud». Quizá, esta frase del escritor, de origen argelino, sea una estupenda expresión para vislumbrar el enfoque de la novela de Domenico Starnone, El viejo en el mar.