El mundo vive una situación cada día más complicada y peligrosa como consecuencia de tres circunstancias principales, cada una de ellas más irracional que las otras: se ha dejado crecer un monstruo, se ha alimentado su ira innecesariamente desde hace años y, quienes supuestamente deberían contenerlo, se han hecho cada vez más dependientes de sus decisiones y suministros.
Que el expresidente de la nación más poderosa del planeta, cuyo partido puede ganar las elecciones legislativas de noviembre próximo y él mismo volver a la presidencia, no deje de halagar a Putin cuando acaba de invadir un país soberano (como también están haciendo, además de Trump, otros líderes políticos occidentales), es buena prueba de lo primero. Haber ayudado a que fuerzas claramente nazis se hayan hecho con resortes fundamentales de poder en Ucrania, permitir que un gobierno fruto de un golpe de Estado haya llevado a cabo miles de acciones violentas contra población ucraniana no ya pro rusa sino con pasaporte ruso, o alentar constantemente la entrada de Ucrania en la OTAN prueban, entre cosas razones, lo segundo. Y que un excanciller del país más poderoso de la Unión Europea, Gerhard Schröder, sea el presidente del consejo de administración de la mayor petrolera de Rusia, o que la estrategia energética de la Unión Europea se haya basado desde 1990 en el suministro de las autocracias y oligarquías corruptas de su lado oriental, confirman lo tercero.
Cuando se ha llegado a una situación de máxima tensión por la invasión militar rusa de Ucrania, Estados Unidos, la OTAN y la Unión Europea prestan a esta última una ayuda militar que es (como toda la anterior) materialmente inútil para hacer frente a la gran superioridad del ejército ruso. Y, para intentar frenarla, recurren a sanciones económicas que podrían llegar al llamado «botón nuclear» financiero, consistente en expulsar a Rusia del sistema SWIFT para impedir que las entidades bancarias o el gobierno ruso puedas realizar cobros y pagos con el exterior.
La pregunta es si estas medidas pueden frenar a Rusia y la respuesta, en mi modesta opinión, es no, por varias razones.
No es la primera vez que se establecen sanciones económicas contra un país y sabemos que su efecto es siempre limitado. Una economía minúscula y con muchísimos menos recursos que la rusa, como la cubana, lleva sobreviviendo 61 años a un embargo durísimo, e Irán tampoco se vino abajo cuando se le aplicó la misma exclusión financiera con la que ahora se amenaza a Rusia.
Un estudio exhaustivo de doscientos cuatro casos de sanciones occidentales modernas ha demostrado que son «parcialmente exitosas en el 34 por ciento de los casos». No son inocuas, desde luego, pero no se puede considerar que sean total y definitivamente eficaces. De hecho, no se puede olvidar que Rusia soporta sanciones económicas desde hace años.
Diversos estudios han mostrado que las aplicadas por los países occidentales sobre los principales ejes estratégicos de la economía rusa (finanzas, defensa, petróleo y patrimonios de algunos oligarcas) han tenido un coste económico muy importante.
Aunque a su efecto hay que añadir el de la crisis de 2008 y el de la caída en el precio del petróleo, lo cierto es que el PIB de Rusia había disminuido un 35% de 2013 a 2020 y su renta disponible real un 10%. A pesar de ello, sin embargo, las entidades financieras internacionales y el propio Fondo Monetario Internacional no han dejado de alabar la estabilidad macroeconómica de Rusia porque había logrado contener la deuda pública (19,2% del PIB a finales del 2020) y aumentar sus reservas internacionales, unos 600.000 millones de dólares en ese mismo año, casi diez veces más que España, a pesar de tener un PIB solo ligeramente superior.
Según el último reporte del Congreso de Estados Unidos, a Rusia le afectan actualmente quince programas de sanciones cuyo efecto es limitado por varias razones: los políticos rusos están dispuestos a asumir el coste de las sanciones, pueden tener el efecto no deseado de aumentar el apoyo al gobierno ruso, y este ha limitado sus efectos mediante ayudas, contratos preferenciales y políticas de sustitución de importaciones y mercados alternativos. Dicho informe afirma que «los estudios sugieren que las sanciones han tenido un impacto negativo pero relativamente modesto sobre el crecimiento en Rusia»; en parte, porque se han adoptado tratando de «minimizar su impacto sobre el pueblo ruso y sobre los intereses económicos de los países que las imponen.»
Esto último es una segunda razón de por qué las sanciones a Rusia no terminan de ser efectivas. Es cierto que Estados Unidos y los países europeos las han establecido no solo sobre objetivos económicos sino también sobre intereses concretos de algunos oligarcas rusos en el exterior. Pero lo han hecho muy limitadamente porque no han querido renunciar al gran negocio que Rusia les reporta. Aunque sea peccata minuta, recordemos que en España, sin ir más lejos, los millonarios chinos y rusos son los principales acaparadores de visados por compra de viviendas, una forma indirecta establecida por los gobiernos para que introduzcan aquí (como en otros muchos países) las fortunas que soportan el poder de la autocracia rusa.
Se ha calculado que los oligarcas rusos tienen riqueza fuera de su país por un valor equivalente al 85% de su PIB, es decir, alrededor de 1,1 billones de dólares. Y ese dinero no es un patrimonio pasivo sino la fuente de grandísimos negocios de los que no solo se benefician los oligarcas sino también las entidades financieras y las grandes corporaciones y fondos de inversión occidentales. Utilizan para ello los paraísos fiscales cuyas puertas no se quieren abrir porque, si se hiciera, no se podría perseguir solo a unos («los malos») y no a otros (nuestros «buenos»).
Lo mismo que los países europeos no han querido frenar al monstruo nacionalista ruso durante las últimas tres décadas, porque querían aprovecharse y hacer caja con sus suministros, tampoco se ha querido acabar con la extraordinaria fuerza financiera en el exterior de la autocracia rusa: los negocios son los negocios.
La lucha del presidente Draghi para que la industria del lujo italiana quede fuera del alcance de las sanciones es la más patética expresión de la ética que guía la respuesta europea contra la autocracia.
La sanciones económicas no van a detener a Rusia mientras los países que las imponen no estén dispuestos a sufrir en sus carnes, o mejor dicho, en las carnes de sus propias oligarquías, las consecuencias y los costes de imponer un orden de justicia y paz en el planeta.
Además, resulta francamente impensable que los dirigentes rusos no hayan considerado los costes financieros que sus decisiones agresivas iban a llevar consigo, de modo que es muy poco realista creer que se hayan visto sorprendidos por ellos y que se vayan a detener por su causa. Incluso me atrevo a pensar que algo parecido puede ocurrir con el llamado «botón nuclear» financiero. Aunque no cabe duda de que expulsar a Rusia del sistema de comunicaciones en que se basan los cobros y pagos internacionales tendría consecuencias gravísimas, me parece que no solo podrá esquivarlas sino que incluso pudiera tener efectos no deseados para occidente.
En primer lugar, por la razón antes aludida: Europa no está en condiciones de renunciar, al menos a medio plazo, al suministro de gas y otras materias primas rusas y la subida de precios subsiguiente la va a llevar a una situación económica muy delicada.
En segundo lugar, porque Rusia lleva años preparándose para esta eventualidad, creando un sistema nacional alternativo y otro en colaboración con China. El resultado de expulsar a Rusia del mecanismo le hará mucho daño, sin duda, pero puede abrir una brecha de incalculables consecuencias en el sistema financiero internacional que ha sido el soporte del comercio internacional globalizado de las últimas décadas. Un efecto que no estoy seguro de que los grandes poderes económicos y financieros de occidente estén dispuestos a asumir, al menos de momento. Y no se puede olvidar que es muy probable que las autoridades rusas controlen indirectamente o en la sombra miles de millones de dólares en el exterior con los que podrían provocar situaciones de gran inestabilidad en las finanzas internacionales.
Rusia no ha tomado la decisión de invadir Ucrania pensando que Estados Unidos, la Unión Europea y la OTAN se iban a cruzar de brazos. Contaba con las medidas y sanciones económicas que se están anunciando y adoptando; por cierto, de la manera menos efectiva, es decir, advirtiendo de ellas con antelación y aplicándolas con cuentagotas.
Me gustaría que esas medidas fueran lo suficientemente disuasorias como para frenar la invasión y poder retomar el conflicto desde otras coordenadas que no implicaran la guerra, la destrucción y la muerte de seres humanos. Me temo, como he dicho, que no lo serán y lo verdaderamente preocupante es que el nacionalismo ruso ha señalado ya muy claramente cuáles son sus dos principios de actuación: uno, que se cree con derecho a reconstruir el viejo imperio, y otro que si Estados Unidos pudo usar el arma nuclear cuando lo consideró oportuno, Rusia también puede utilizarla cuando lo crea conveniente.
La situación creada por la autocracia rusa es verdaderamente criminal y desastrosa y nada se puede equiparar a su responsabilidad en el caso de Ucrania. Pero la lógica que guía a occidente a la hora de frenarla tampoco es ejemplar, y no ha estado basada ni en la coherencia, ni en la prudencia, ni en la cultura de la paz que es la única que puede poner un poco de sensatez en este planeta.
|