Conocí a Beto Rubio (Adalberto Rubio Torres) cuando fue co conductor, al lado de mi amiga Lydia Ruíz Flores, del programa Dar de sí, una producción vía streaming –Sabersinfin.com. 2012– enfocada en divulgar las actividades de los clubes Rotarios de Puebla, su filosofía y los alcances internacionales de esta organización filantrópica.
Beto era un tipo de hablar pausado, sereno, reflexivo. De figura erguida, su presencia denotaba que no se distraía. Todo el tiempo era una persona que estaba consciente de los terrenos que pisaba.
Con el paso del tiempo me quedó claro que era de los pocos en su medio al que no le movía la vanidad, la superficialidad, la apariencia, el protagonismo, ni la intención de socializar para hacer negocios.
Cuando concluyó la transmisión de esos programas, lamenté, entre otras cosas, no tener la misma frecuencia de trato con Lydia y Beto. Años después, nuestras rutinas coincidían ocasionalmente en las calles del centro histórico de la ciudad de Puebla. Luego, los encuentros fueron con más frecuencia, porque nuestros horarios nos orillaban a que él tenía que ir a un lado, mientras que yo me dirigía a otro. Eran encuentros de frente, con direcciones contrarias, pero saludos de un minuto, dos cuando mucho con el infaltable abrazo y palmadas en la espalda.
-Hola, ¿cómo estás? ¿Todo bien?
-Sí, todo bien, de maravilla, ¿y tú?
-Yo también estoy bien. Oye, te veo muy saludable, ¿qué has estado haciendo para mantenerte en forma?
Breves diálogos que nos permitían saber que el amigo se encontraba bien.
Caminante asiduo –jamás vi a Beto conducir auto–, le atribuí a eso su envidiable esbeltez. Años después vino la pandemia y con ella el resguardo. Dejé de coincidir con Beto por las mismas circunstancias que todos dejamos de acudir a las calles.
Un día, después de varios meses de pandemia, concurrí con Beto en la avenida de casi siempre. Nos saludamos manteniendo la “sana distancia” e intercambiamos un breve saludo. Hacía mucho tiempo sin vernos. Después de cruzar unas palabras le interrumpí y le dije:
-Beto, no me lo tomes a mal, pero quiero darte un abrazo de corazón, ahora que no hay personas que nos juzguen por infringir la “sana distancia”.
Sin mediar palabra alguna nos fundimos en un fuerte abrazo. Permanecimos así unos segundos, quizá un minuto. Cuando nos separamos nos percatamos que, sin quererlo, estábamos inundados de lágrimas. Llorábamos como cuando lo haces, pero sin querer llorar, y sin saber si se hace por tristeza o alegría, pero sí por desahogo. Fundimos nuestros corazones de amigos y de sobrevivientes de la pandemia. Ese día, ese abrazo de amigos nos hizo el día, y, los dos supimos que a partir de ese momento dejamos de ser amigos para ser una especie de hermanos. Desde aquel día, quizá nos volvimos a ver dos o tres veces más, nuestro saludo fue ya en ese tenor: de corazón a corazón. Sí, de esos abrazos en los que no fundes los cuerpos, sino tu esencia trata de tocar a la esencia de la otra persona, y si lo consigues, sabes que diste y te llevas vida.
Esos abrazos me han ocasionado en más de una ocasión problemas, porque solo las personas que se los prodigan saben en cual dimensión y tenor se desarrolla. A veces, las personas que están viendo piensan que se trata de un acto homosexual o de demostración de una relación de pareja, pero solo las personas que se están abrazando de corazón a corazón saben que no es así, que se está tratando de aproximar lo más posible a la sustancia de otro ser, y con ello, a su propio ser.
Hace unos días supe de la muerte de Beto Rubio. Ese día conocí su nombre completo. Ese día supe que mi amigo se había ido físicamente. Al recibir la noticia agradecí aquel abrazo infractor de la “sana distancia”.
Sé que llevo a Beto en mi lista de amigos entrañables gracias a sellar nuestro paso por esta vida con un abrazo de corazón a corazón, el cual nos colocó en una dimensión de hermanos.
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