En ocasiones previas hemos tenido la oportunidad de reflexionar en torno al régimen de verdad global e imperante denominado “post-verdad” y sus patéticas y nocivas consecuencias en diversos ámbitos. Hoy quisiéramos destacar específicamente la epifanía de tal mentira útil en el contexto bélico actual, que mantiene en vilo no sólo a dos países implicados, sino a toda la humanidad, puesto que los efectos de dicho suceso tienen injerencia en casi todos los rincones del mundo. Y, en particular, nos vamos a centrar en nuestro rol de espectadores e intérpretes lejanos de un hecho tan delicado, y tan banalizado en nuestros días.
Bien es sabido que las guerras sacan a relucir lo más miserable y despreciable de nuestra condición humana, sólo basta prestar atención a los registros historiográficos para apreciar la cantidad innumerable de atrocidades de las que somos capaces en el marco de las situaciones bélicas. Ahora bien, mientras que en el transcurso de una guerra hace más de medio siglo la comunicación de los hechos y acontecimientos consistía en un sistema precario de distribución mediante un aparato de propaganda estatal bastante rudimentario, el presente se está caracterizando por la diseminación permanente de “información” al alcance de la mano de cualquier mortal. La paradoja evidente se percibe al notar que si bien aparentemente todos podemos conocer absolutamente todo lo que sucede mediante un cúmulo de material de muy dudosa procedencia, todos conocemos nada.
En la era de las telecomunicaciones masivas mediante redes sociales, programación televisiva, prensa digital, gráfica, radial, etc. a disposición para gusto y placer de cualquier consumidor, nadie tiene real y cabal conocimiento de absolutamente nada. Es por ello que se suele decir, casi al estilo de un cliché, que en las guerras siempre la primera víctima es la verdad. Pero, ¿qué es eso de “la verdad”?
Se trata del problema filosófico favorito desde presocráticos hasta nuestros días: poder distinguir entre lo ficcional y lo real, entre el relato y el hecho, entre lo subjetivo y lo estrictamente objetivo. Nada de otro mundo: pretender conocer algo es querer buscar una verdad donde hay incertidumbre. El gran inconveniente que tenemos en nuestros días se sustenta justamente, en dos ejes básicos: el abandono voluntario a la pretensión del conocer objetivamente, ya sea por el imperio de una ideología intencionalmente relativista, o por el simple hecho de vivir inmersos en un sistema de vida en el cual la desinformación es prácticamente la herramienta más eficaz para dividir y reinar.
Es probablemente imposible saber a ciencia cierta qué demonios está sucediendo cabalmente en el presente conflicto y su correspondiente show mediático: fuentes diversas declaran información antónima, circula fácilmente propaganda definidamente sectorizada y apuntada a un público específico, fake news por doquier, versiones contradictorias, etc. En el medio de ello, la gente va tomando posición: “que Fulano es un dictador”; “que Mengano es una víctima”; “que está bien que una nación soberana defienda sus fronteras”; “que es la peor invasión de la era moderna”; “que la operación es prácticamente pacífica y sin resistencia”; y podría seguir, pero no tiene sentido enumerar la cantidad de justificaciones que individualmente se le ha ido dando al asunto.
Pero, más allá de las posturas fundadas en argumentos provistos por noticieros rentados, por redes sociales contratadas o por videos de WhatsApp recibidos, concretamente, podemos enunciar ciertos sucesos que escapan al relativismo vago y perezoso: se trata de un conflicto diplomático y bélico en cuanto que la armada de una nación le dispara municiones a la armada de otra. Existe un éxodo real de ciudadanos de un país a Estados limítrofes. Hay muertos, no importa cuántos, si hubiese uno sólo ya sería grave, si son más de cien, también. Hay, indudablemente, un conflicto de intereses económicos, territoriales, políticos y militares. Hay una historia documentada previa al asunto actual que nos podría dar un esbozo de comprensión mínima acerca de la tensión entre los implicados. Hay una genealogía cartografiada de las pretensiones claras que tienen los bandos participantes. Hay una clara identificación del rol de mando que tiene cada uno de sus protagonistas.
Pues bien, en lugar de analizar lo que se da, al parecer la humanidad ha decidido deglutir sin aderezo alguno casi la totalidad de las ficciones brindadas tanto por medios de comunicación como por gobiernos involucrados.
El abandono persistente del pensar nos ha llevado, desde siempre, a tomar pésimas decisiones: conforme a cada época, hemos determinado de manera binaria y taxativa (y muy trivialmente) quién hará el rol del “malo” y del “bueno”: Hitler lo hizo con su propaganda antisemita, y otros regímenes en la post guerra realizaron algo similar al instalar en cada uno de los hogares globalizados la idea de que el oriental (durante la guerra de Vietnam) era el peligro y posteriormente el musulmán (desde la guerra del Golfo hasta nuestros días).
Ante semejante actitud patética de la existencia inauténtica de un ser que ni siquiera se pregunta por su ser, la filosofía nos permite tomar distancia del humo de discoteca mediático y leer la situación de otra manera, pretendidamente más honesta: no se trata de la trillada distinción entre buenos y malos, sino, como señalaba Maquiavelo, el asunto se dirime a partir de la consideración misma de la política, entendida por él como una búsqueda constante del poder (una lucha que a veces implica librarla a cualquier precio), con un grado considerable de independencia de cualquier pretensión moral común. En otras palabras, y según lo planteado por el pensador italiano, la política (que es en sí, guerra, a veces con armas, a veces con leyes y otros medios) posee su propia moral, que nada tiene que ver con la moralina ciudadana o mediática. Intentar comprender las motivaciones que llevan a un jefe de estado tomar la decisión de invadir un país, e intentar comprender las razones por las cuales el presidente del país invadido ha decidido resistir y buscar apoyo internacional (a cualquier costo) es una empresa reflexiva que está en proceso y que nos llevará años poder dilucidar. Lo que sí podemos hacer (previsionalmente) nosotros, los simples ciudadanos de países que se encuentran geográficamente alejados de la zona de conflicto, es pensar con sensatez, o, como decía Ludwig Wittgenstein, “sobre lo que no se puede hablar, mejor callar”, que, interpretado en sus códigos lingüísticos debe traducirse estrictamente en “si no conoces cabalmente aquello de lo cual se habla, mejor no emitas juicio porque es muy probable que te equivoques”.
Ser megáfonos repetidores de opiniones deglutidas por otros nada tiene que ver con ser personas que buscan tener una existencia sensata, con capacidad de pensamiento crítico y criterio autónomo. El consejo de Wittgenstein en nuestros días suena completamente autoritario, pero, si consideramos la cantidad de proposiciones infundadas empíricamente que proferimos al día, por repetir sistemáticamente aquellos que nos fue servido en bandeja de pixeles, terminaremos militando causas que en el fondo no tenemos la menor idea de su contenidos o, en otras palabras, seremos peones de causas ajenas, externas y totalmente disociadas con lo que tal vez somos o pretendemos ser.
El silencio al que se refería Ludwig no es el de la censura, es ese espacio de apertura al pensamiento necesario en el marco de una situación que sólo nos bombardea de ruidos que si bien a algunos nos molestan, a otros los convence. No se puede pensar en estado de alienación total y para pensar, es requisito fundamental ser libre de todo prejuicio infundado. Se trata de una ardua tarea a la que algunos le dedicamos la vida, pero a la que todos le deberíamos prestar central atención si no queremos ser usados de peones en juegos de ajedrez en los cuales desconocemos completamente el tablero, los movimientos de las fichas y, lo que es más importante, las intenciones del rey y la reina de los claros y los oscuros.
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