Siempre se habla de los dones que recibimos al nacer, de la obligación que tenemos de desarrollar esos dones, pero el problema llega cuando el don que le ha sido dado a la persona no es de su agrado, entonces siempre recuerdo la película de campanilla en la que intentó por todos los medios aprender lo que hacían las hadas de las estaciones, comprendiendo finalmente que su don era tan importante como el de las demás, por muy insignificante que pareciese.
El otro día, mi niña se encontraba un poco decaída con los estudios, y me dijo que ojalá tuviera la capacidad de retentiva de su hermano, así no tendría que estudiar tanto y sacaría sobresalientes. Yo le contesté que cada uno tiene sus dones, y que, si fuera como su hermano, entonces no sería ella misma.
–Pero yo no tengo ningún don, Guille tiene la parte fácil– me dijo enfurruñada. –Tienes muchos dones, pero si no quieres fomentarlos y desarrollarlos es cosa tuya, si quieres seguir lloriqueando por las esquinas y envidiando los dones de los demás, allá tú– contesté mientras seguía escribiendo en el ordenador.
Mi hija no se quedó muy convencida, por lo que dejé lo que estaba haciendo y abrí una carpeta que tenía guardada en el ordenador llamada “La mujer de hielo” por Bel Fiore. Sin decir nada comencé a leer:
“Cabalgando, viajo en el tiempo, me pierdo en tu mirada, me llevas a las nubes mar adentro”. –¿Recuerdas este poema? – pregunté a mi hija, y ella negó con la cabeza, entonces seguí leyendo: “En cuarentena, el planeta esta sanando, el aire y la naturaleza están limpios, y yo pienso… ¿somos nosotros los que estamos perdidos?”. –¿Tampoco te suena? Espera, que sigo: “La soledad me acompaña en la fría y oscura niebla. La soledad me acompaña en la dolorosa tristeza”.
–Todos estos poemas son tuyos, Paula, ¿los recuerdas ahora? Los escribiste durante los meses de confinamiento, y luego los dejaste ahí en el ordenador, apartados, escondidos, como si no fueran dignos de ser leídos. –Mamá, ya no me gusta escribir poesía–contestó mi hija. –Lo sé, pero la poesía es una forma hermosa de expresar tus sentimientos, y tú escribías bien, me da lástima que no cultives ese hermoso don, pero respeto tu decisión, al igual que respeto que no quieras cantar delante de la gente porque te de vergüenza, y tan solo yo pueda escuchar la preciosa voz que tienes. Bueno, y menos mal que muestras tus dibujos, así que no te quejes de tus dones, si no quieres usarlos es cosa tuya. –Expliqué yo, cerrando de nuevo aquella carpeta que seguramente quedará olvidada otros tantos años.
Mi hija sonrió y reconoció que yo tenía razón, pero no hubo final feliz para su poemario oculto, ya que, aunque se animó, lo ignoró como llevaba haciendo dos años.
Yo creo que, en realidad, nadie está contento con lo que tiene, todos ansiamos tener lo que poseen los demás. Ignoramos lo que tenemos, ignoramos lo que podemos hacer con nuestros dones por este mundo, pero la cuestión sería también preguntarnos ¿este mundo merece nuestros dones? Pues quizás no, pero… ¿merecemos nosotros nuestros dones? Tal vez, si probáramos a hacer aquello que se nos da bien, seríamos más felices y estaríamos menos frustrados.
Ahora, bien, ¿El mundo valora nuestros dones? La repuesta es un rotundo no, en este mundo no se valora el arte o la literatura, solo se valora aquello que te hace ganar dinero, pues si no ganas dinero, estás perdiendo el tiempo.
Y después de todo esto, ¿comprenderéis por qué no animé más a mi hija a seguir escribiendo poesía? Pensé en su futuro, respeté su decisión y le dije que siguiera estudiando duro para poder tener un trabajo que le diera estabilidad a su vida. Triste, ¿verdad? Pero el mundo editorial es penoso, un camino largo y tortuoso que solo está hecho para los que amamos demasiado escribir como para dejar de hacerlo, así que, definitivamente, el mundo no merece nuestros dones.
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