Sin querer ensombrecer la figura de Patrick Moore, quien fuera presidente de Greenpeace, y que ahora se percata de la falsedad de no pocos mantras medioambientales asumidos durante años, entre ellos el que concierne al cambio climático [antropogénico y devastador], al que él mismo etiqueta como “la mayor estafa de la historia”, me permitiré mantener mi título, refiriéndome a la ubicua «pandemia» que todo lo fagocita. O fagocitaba, porque invadir Rusia un país vecino y desaparecer el bicho ha sido todo uno. Bien podríamos aquí reformular la letra de la vieja canción cubana, mutándola por un Llegó Vladimiro y mandó a parar. En fin…
Recuerdo que me declaraba yo revisionista (¡qué menos!) al principio de esta mierda, y ahora ya casi que me viene estrecho el traje de negacionista. Porque entiende uno que hace falta ser muy, pero que muy burrote, para haberse tragado todo el engrudo que nos han estado ofreciendo a diario en [la inmensa mayoría de] radios, televisiones y periódicos. Puede que esté equivocado de principio a fin, y que la locura coronavírica me haya trastornado a mí (¿aún más?, comentarán creyéndose graciosos algunos de mis allegados) hasta la chaladura completa, y sea yo quien ve cosas entre raras e inverosímiles, no siéndolo.
Llevamos dos años bien duros, durante los que se ha puesto a prueba no tanto nuestro sistema fisiológico para hacer frente a determinados patógenos desconocidos hasta la fecha, sino nuestra fortaleza mental como individuos, y sobre todo como grupo social; es decir, como animales de naturaleza eminentemente gregaria que somos.
Caí al principio en el desconcierto y en el miedo, como cayó casi todo el mundo, supongo. Y esa primera etapa dejó paso a una segunda, en la que sufrí mucho, lo reconozco, al percatarme de que una generosa mayoría de la gente creía al dedillo todo cuanto voceaban los mass media, fuera una cosa y la contraria durante la misma jornada.
“Hay que llevar guantes, pero no mascarilla”. “Limpiarse la suela de los zapatos al entrar en casa”. “Distancia interpersonal, o mejor social (que tiene connotaciones más profundas)”. “Mascarilla todo el mundo, y los guantes al gusto”. “Serán dos o tres casos, leves, y traídos por extranjeros”. “Confinamiento estricto, todos encerrados en casa 24/7, con la única excepción diaria de la 20:00 horas, cuando se podrá sacar el hociquito de la madriguera para aplaudir, y cantar, pero poquito y hacia adentro”.
Toda esta locura se basó ―se sigue basando― en una prueba sobre la que su propio inventor (Premio Nobel de Química, que negaba la existencia del SIDA y del Cambio Climático, todo un adelantado) dijo a quien quiso oírle que la PCR no‑sirve‑para‑diagnosticar‑enfermedades. Por más señas, detecta apenas una centésima parte del genoma que se supone corresponde al virus que nos ocupa. Y digo “se supone” porque nunca fue aislado, ni purificado, ni secuenciado. La cadena de nucleótidos ofrecida como oficial surge de un modelo matemático, mas no de la comprobación indubitada de los profesionales de turno. Esto es así, y no de otra forma, aunque el telediario diga otra cosa.
Las mascarillas ofrecen otro campo la mar de interesante, diríamos inagotable, sobre todo si tenemos en cuenta el tamaño estándar de un coronavirus y el tamaño de la rejilla textil que ofrece un tapabocas por igual estándar. ¡Por ahí entran y salen los coronavirus como Pedro por su casa! En consecuencia, no sería muy diferente que fuéramos por la calle embozados con una malla de esas para transportar naranjas, y no digamos ya con la clásica bufanda de toda la vida. Tómenlo como lo que es, un recurso hiperbólico… aunque no del todo. Intenten guardar arroz en una de esas mallas, y me cuentan el resultado. Pues eso…
Añadan a lo anterior los «falsos positivos», los «los falsos negativos», y los «falsos falsos», y tendremos una sopa de letras, donde, a falta de poder leer en ella nada congruente, acaba a cucharadas en nuestro estómago, y bien rica que está. Pero nos la acaban de meter doblada, pues ahí iba un mensaje cifrado que no supimos interpretar, sea por pereza mental o por simple e impaciente apetito. ¡Ay!
Que sí, que ha muerto mucha gente, y que eso siempre es una desgracia para familiares y amigos. Pero es que siempre “ha muerto mucha gente”. ¿Acaso le parecen pocas las cerca de mil doscientas almas que de media nos abandonan en España a diario, con sus naturales altibajos, por la caprichosa estadística? Cualquiera puede hacer la prueba: tómese la jornada de este siglo que más fallecidos aportó, y paralelamente la que menos. Una sencilla operación nos ofrece el porcentaje entre ellas (por encima o por debajo, lo mismo da para el caso). ¿Deberíamos llevarnos las manos a la cabeza por ello? No lo hemos hecho hasta ahora, desde luego, y parece lógico aceptarlo como lo que es: pura y simple casuística.
Desapareció de repente la gripe estacional. ¿Motivo? El uso generalizado de mascarillas. Atención, pregunta: ¿Y por qué no se obligó su uso cada invierno, evitando con ello una media de diez mil muertes? No esperen que nadie responda, pues toda interpelación que pone en tela de juicio el relato oficial se ha convertido en malintencionada impertinencia, incluso perseguible con la ley en la mano, a poco que nos descuidemos.
Pregunté una vez a alguien cuántos ciclos se le habían aplicado a la prueba PCR efectuada a un familiar, para la que debía yo dar la correspondiente autorización. La pobre mujer no sabía de qué le hablaba, ni aun después de una somera explicación sobre el particular. Es hoy el día que sigue mirándome con cierto recelo, supongo que cruzando los dedos para que no le haga otra pregunta extraña. Interpelé en otra ocasión a un farmacéutico del barrio cómo sabía que aquello daba positivo al SARS‑Cov‑2 y no al SARS‑Cov‑1, siendo idéntica la secuencia de nucleótidos detectada por el aparatito. Creo que desde entonces lo utilizan para maniquí de escaparate. Y así todo.
Siempre sobrevoló mi cabeza la duda de si somos idiotas porque somos gregarios, o si somos gregarios por ser esta la menos gravosa de las fórmulas sociales para los idiotas de serie. Y tengo al respecto dos noticias, una buena y otra mala, como en el chiste. La buena es que no debemos preocuparnos por la duda, pues queda esta por completo despejada. Y la mala ya se la imaginan.
Pues hala, ya nos tienen enjaulados, sin necesidad de una cárcel real, con barrotes, pesadas puertas metálicas y funcionarios de prisiones. Simplemente han conseguido secuestrar nuestros cerebros, que controlarán a partir de ahora con el consabido mando a distancia, por evitar la incomodidad de tener que levantarse del sofá para cambiar de canal o subir el volumen. Y tamaño triunfo sin apenas oposición del propietario de la mollera, quien además ha acabado por creer que todo lo hacen por su/nuestro bien. No tendremos nada y seremos felices. Se refiere a NOSOTROS, que no a ELLOS.
«Dos lágrimas, perfumadas de ginebra, le resbalaron por las mejillas. Pero ya todo estaba arreglado, todo alcanzaba la perfección, la lucha había terminado. Se había vencido a sí mismo definitivamente. Amaba al Gran Hermano»
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