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No tengo nada que explicar

Más pronto o más tarde, todos nos veremos obligados a declarar
Octavi Pereña
lunes, 6 de junio de 2022, 09:06 h (CET)

La visita del rey emérito a España ha provocado que un sector de la población  y de la clase política se haya lamentado de que no haya dado ninguna explicación de su comportamiento de dudosa calidad. La justicia no investiga porque se ha cerrado el caso. Preguntado el monarca por un periodista sobre el tema, respondió: “No tengo nada que explicar”. 


No nos estanquemos en el rey Juan Carlos. Se dan muchos casos de corrupción acompañados de hermetismo judicial. No tiene nada que decir. Las escuchas telefónicas hechas ilegalmente aunque vayan avaladas por la aprobación judicial, la respuesta ha sido el silencio porque las actuaciones del CIS son secretas. De las cloacas del Estado no se habla porque son razón de Estado. Se dan delitos que si llegan a los juzgados se les da esquinazo. Otros delitos permanecen ocultos porque se ignoran. ¿Estamos seguros que lo que permanece oculto no llegará un día que no vaya a hacerse público?


Si no existiese Dios que es el Creador de todo lo existente y que por ello es la autoridad suprema y que se cuida de conocer todo lo que los hombres hacemos, ello sería motivo de frustración. Como existe, no da lugar a la frustración porque es la garantía que la justicia que no se encuentra aquí en la Tierra se hará en el cielo dando a cada uno de acuerdo a lo que sus obras merezcan.


Se nos enseña que el ser humano, si se lo propone seriamente, pude llegar a conocerse a sí mismo. Si lo que la Biblia dice es cierto, y lo es porque es Palabra de Dios, el hombre natural, el que es nacido de mujer, anda en tinieblas, la introspección que se nos recomienda hacer para que lleguemos a conocernos a nosotros mismos, no puede llevarnos a conocer quiénes somos. Jesús que es la luz del mundo, al alumbrar el corazón de los hombres y despejar las tinieblas que en ellos hay, sí que consigue que nos conozcamos a nosotros mismos al ser conscientes del pecado que se encuentra escondido en nuestra alma. El salmista, inspirado por el Espíritu Santo, confiesa: “Mientras callé, se envejecieron mis ojos en mi gemir todo el día. Porque de día y de noche se agravó sobre mí tu mano, se volvió mi verdor en sequedades de verano” (Salmo 32: 3, 4). La experiencia del salmista, ¿no refleja  nuestra sociedad sacudida por numerosos trastornos mentales que la hacen gemir día y noche? Si no fuese por la presencia del Espíritu Santo que hace ver al hombre lo que realmente es, el poeta habría sido incapaz de hacer la declaración. “Confesaré mis transgresiones al Señor, y tú perdonaste la maldad  de mi pecado” (v. 3).


La mayoría de las personas no creen que Dios exista, ni mucho menos que se le tenga que dar cuenta de lo que hacemos. Así nos van las cosas, de mal a peor. No nos place pensar que existe un código ético-moral que resume la filosofía  de la vida en el texto que conocemos como los Diez Mandamientos. En cierta ocasión se le acerca a Jesús un hombre rico para preguntarle que tendría que hacer para heredar la vida eterna. Jesús le responde: los mandamientos tienes,  cúmplelos. Este hombre satisfecho consigo mismo, responde: “He guardado todas estas cosas desde mi juventud”. Al escuchar estas palabras Jesús le responde: “Todavía te falta una cosa: Vende todo lo que tienes y repártelo con los pobres, y tendrás un tesoro en el cielo. Y ven, sígueme. Al oír esto se entristeció porque era muy rico” (Lucas 18: 18-30). Este personaje anónimo creía que se concia. Jesús al hacer la prueba del algodón se puso de manifiesto que de sí mismo no sabía nada.


Existen muchas personas que con altanería dicen: “¿Qué tengo que explicar?” Piensan que porque han dado el esquinazo a la justicia humana también lo van a conseguir con la divina. Ante los ojos de Cristo, el Juez supremo, que conoce al dedillo las interioridades de los juzgados, se equivocan si piensan que van a darle gato por liebre.


El rey David escribió esta declaración: “Oh Señor, tú me has examinado y conocido. Tú has conocido mi sentarme y mi levantarme, has entendido desde lejos mis pensamientos, has escudriñado mi andar y mi reposo, todos mis caminos  te son conocidos. Pues aún no está la palabra en mi lengua, y he aquí, oh Señor, tú la sabes toda. Detrás y delante me rodeaste, y sobre mí pusiste tus manos. Tú conocimiento es demasiado maravilloso para mí, alto es, no lo puedo comprender. ¿A dónde me iré de tu Espíritu? ¿Y a dónde huiré de tu presencia…” (Salmo 139: 1-12).


Se puede ser muy religioso a la vez que ateo. La incredulidad no elimina a Dios. Así que, cuando llegue la hora en que tengamos que presentarnos ante la presencia del Juez supremo, ¿cree el lector que podremos proceder como si nos encontrásemos ante un periodista que al planearnos una pregunta incómoda le podremos decir: “No tengo nada que explicar?”

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