Ya es hora de dar la voz de alarma. Por eso, me gustaría hacer una invitación a no malgastar la energía que todos llevamos consigo, mar adentro; pues, sólo a través de una reflexión interna de cada cual, calmada y tranquila, podremos desenredar todos los nudos. Quizás tengamos que hacer una parada y repensar la orientación de nuestros andares. La situación es grave. Basta extender una mirada por el mundo, para sentir este tremendo huracán de conflictos que nos asolan, de desasosiegos en la andadura de la presente vida, de ansiedades y preocupaciones, al observar que se achican los espacios cívicos y que la desconfianza entre unos y otros es un diario persistente.
Hemos de despertar para fortalecernos y esperanzarnos. Lo necesitamos como el agua de cada día. Es público y notorio, que no podemos continuar por más tiempo bajo el paraguas de la decadencia y de la debilidad, cuando son los valores y los buenos principios, los que deben sostenernos y sustentarnos como familia globalizada, que ha de hermanarse bajo estos vínculos más éticos. Nos precisamos todos. Lo que requiere conjugar la honestidad con la concordia, la hermandad con la defensa de las amenazas de desorden y de subversión. Por consiguiente, es el momento de pasar a los hechos, para huir de este espacio oceánico de desigualdades, que excluye persistentemente; y que, además, suele practicar la desinformación. Si en verdad queremos reafirmar ese espíritu democrático, que por cierto vamos perdiendo cada amanecer, tenemos que poner en práctica un justo desarrollo, y así reforzar entre sí los derechos humanos que son interdependientes. Quedar indiferentes ante la multitud de caminos oscuros, no es un buen propósito para ser solidarios y fuertes, lo que nos exige una reflexión autocrítica y jamás una invitación a la insensibilidad. El futuro, sin duda, es nuestro; pero con otros horizontes de maduración, de realización de la persona. En esto sentido, tampoco me cansaré de referirme a la petición de un trabajo decente. Lo que da dignidad es una vida laboral que desarrolle capacidades, que teja relaciones de intercambio y ayuda mutua, que nos haga sentirnos útiles socialmente y solidarios con los seres queridos. Un pueblo permanece fuerte, mientras sus moradores se ayudan en los problemas reales y comienza su decadencia, cuando dejan de acompañarse, de construir puentes entre sus convecinos, como la de tender la mano y observar con una mirada contemplativa sus calles y sus plazas. A veces pasamos de vernos, porque tampoco nos miramos, ni nos consideramos, en camino con nuestros análogos. Somos así de egoístas. Hemos caído en un endiosamiento tan brutal, que muy pocos sienten algo por alguien. Las entretelas están totalmente endurecidas. De hecho, esta senda de decadencia moral es tan fuerte, que la persona que no responde a los cánones del bienestar físico, mental y social, corre el riego de ser descartado de la población. Por esta razón, hay que cambiar este nefasto estilo de vida que adormece y divide, en lugar de ilusionar y forjar familia. Está visto, que si dejamos de lado la cultura del encuentro con el prójimo, difícilmente vamos a salir de esta atmósfera de inestabilidades, con las economías en declive y las haciendas en manos de unos pocos dominadores, que no admiten suministrar bienes públicos esenciales o aumentar la inversión en el capital humano de las mujeres. Tenemos que ser más justos y honestos. Posiblemente hasta con nosotros mismos. Hay ansiedad, duda y contextos impredecibles en cualquier ámbito. Algo tan esencial como la entereza, sobre todo a la hora de hacer juicios, está en entredicho continuamente. Con demasiada frecuencia se envenenan espacios a compartir; sobre todo se mete cizaña con las minorías, los migrantes y los refugiados, obviando que es precisamente la diversidad lo que nos enriquece. Falta esa cultura del abrazo, que no conoce fronteras ni reconoce frentes; puesto que, si se promoviera el espíritu armónico, entonces sí que avanzaríamos socialmente. Un ser humano aislado, por si mismo, ya se siente débil y en retroceso. Desde luego, la mayor caída es no poder sentirse libre y unido, uno mismo junto a los demás. Demasiado poder cansino nos acompaña. De ahí, lo vital de denunciar las falsedades y la necesidad de evidenciar instituciones y sociedades tenaces, que nos reconstruyan, de manera que podamos interrogarnos y respondernos con el corazón en la mano. Naturalmente, más vale un soplo de auténtica existencia que un continuo vivir en la hipocresía, sin desvivirse por la verdad, que es lo que realmente nos embellece.
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