Las nuevas generaciones son tan felices -o más- de lo que fue la nuestra. Quizás tienen más cosas, pero menos inventiva; más posibilidades, pero menos estímulos. ¿Qué digo?... tonterías, cosas de la senectud. Posiblemente nuestros mayores, cuando tenían nuestra edad, pensaron lo mismo que nosotros. Mis nietos son felices. Los más pequeños solo piensan en jugar, en manejar la play, en los teléfonos móviles y en la conexión a Netflix o cualquier otra plataforma. Les han quitado los libros de texto en los colegios y se los han cambiado (que horror) por una tableta electrónica. Los mayores se han escapado de nuestras manos. Viajan solos y, a veces, acompañados de sus novietas o novietes. Conducen como expertos, trasnochan como si no hubiera un mañana. No se les pasa por la cabeza la idea de casarse a la vuelta de la mili… porque tampoco hay mili. Se mueven por el mundo como nosotros lo hacíamos por Andalucía. Estudian carreras muy raras que se escapan de nuestros conocimientos tradicionales. En una palabra: nos consideran humanoides antediluvianos. Para acercarnos a ellos aun nos queda el truco de sacar los veinte euros, o, a los más pequeños, llevarles al chino más cercano para comprarles la última porquería made in Malasia. Si les hablas de religión o de acudir al templo, te miran de soslayo. Después de la primera comunión se acaba todo hasta la boda –si la hubiera o hubiese-. Si no deciden casarse por el rito somalí o cualquier otro. Pero algunos aun se cogen de tu mano. Ese sentimiento de notar sus dedillos aferrados a los tuyos, en los que encuentran protección, te hace sentirte feliz. Miras al futuro de otra manera. Pasado el verano nuestra tarea se sustentará en organizar el próximo curso y llenarlo de actividades que te hagan sentirte útil a los demás y no ser miembro del “segmento de cartón piedra”. Ese que ni siente ni padece. No debemos ser carne de banco callejero ni de observador de obras. Aún nos queda algo que hacer o que decir. Aún tenemos futuro.
|