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​El mundo, el demonio y las soberanías

El mundo es un ente cambiante que ninguna doctrina ni filosofía podrá sujetar a voluntad
Luis Méndez Viñolas
sábado, 8 de octubre de 2022, 11:52 h (CET)

Todas las iglesias son maestras en crear imágenes truculentas, como la de los tres grandes enemigos del alma: Mundo, demonio y carne. Enlazándola con lo de Sodoma y Gomorra (¿se trato de rememorarlas en Japón?) nos permite imaginar cuál puede ser el castigo que recaería tanto sobre culpables como sobre inocentes. Como no tenemos nada contra la carne, salvo en los mataderos y similares, cambiaremos carne por soberanía.


El mundo es un ente cambiante que ninguna doctrina ni filosofía podrá sujetar a voluntad. A pesar del idealismo de los más ilustrados (que no son nada jónicos), y que dicen que la idea (la suya) es la realidad y el resto su reflejo, el mundo se desarrolla dialécticamente, y nada está garantizado en él. Piensan así porque están convencidos de que son el reflejo de un dios hecho carne y dinero. No es tontería: para algunos protestantes la riqueza está predestinada para unos pocos que nada han hecho antes y cuya fe se presupone. Y si no lo creen sinceramente, tratan de convencer a los excluidos de tal suerte.


El demonio es otro ente que se caracteriza por su extraordinario poder, que se traduce en castigos, metidas de mano en platos ajenos, apropiación de las medidas y reglas universales y la convicción de que nunca despertará de su sueño de impunidad. Dicen que el poder corrompe. Esto no tendría importancia para un demonio que sustenta su existencia en la inmoralidad. Lo peor del poder es que ciega. Acostumbrado a diseñar mentiras basadas en una supuesta eternidad de las cosas, se imagina inmortal, sin darse cuenta de que se está hundiendo bajo el peso de su propia ignorancia, que en este caso consiste en no saber que todas las cosas nacen, se desarrollan y mueren indefectiblemente, como los imperios.


En ese mundo de demonios, ha habido etapas por las que se pasa de puntillas; y no porque produzcan vergüenza, sino porque pueden facilitar datos sobre la realidad actual. Por ejemplo, no se ha hecho un análisis descarnado de lo que significa para la calificación de la condición humana el horrible fenómeno de la esclavitud. Curiosamente, en España, al contrario de otros países, no hay un museo dedicado a ella. Pero le hacemos monumentos a Cánovas del Castillo, que pertenecía, con su hermano, al partido esclavista. Eran otros tiempos, el contexto, responderán pedantemente los tibios que se calientan con los mejores de los fuegos; pero, en aquellas épocas pasadas ¿no eran ya filósofos, cristianos, humanistas, civilizados? La cuestión es que esa es una etapa asimilada por los imperios y sus descendientes. Si no recordamos mal, El Roto ha resumido el asunto magistralmente, como en tantos otros casos: “Os pedimos perdón por lo que os han hecho nuestros abuelos. Nuestros nietos os pedirán perdón en nuestro nombre”.


Decíamos que el mundo está en constante cambio, por lo cual hemos de hacer una cuidadosa selección de los principios para que no pericliten antes de nacer. Es más, muchas veces esos principios se ven asediados por el poder de ese demonio milenario que maneja los hilos del mundo, es decir, de la geopolítica, o mejor, de la geoestrategia, por la cual, algo que en un lugar resulta adecuado, en otro, por el contrario, puede resultar reprensible. Roma no se aplicaba las reglas que aplicaba a los bárbaros (barbaroi, extranjeros, no helenos).


Nietszche, tan alabado como incomprendido, dice humano, demasiado humano. ¿En qué estaría pensando cuanto tituló su obra? ¿No tenía conciencia de esa esclavitud, de los horrores del colonialismo (véase expresamente el caso del Congo, ocupado por Bélgica, que incluso provocó una novela como la de Joseph Conrad), de las cruzadas religiosas y de las bélico--mercantiles, de las guerras de religión y no religión, de las inquisiciones (como la de Alemania, muy cruenta y misógina, y al contrario de la española, muy silenciada). Lo le faltaba al blanco, que le dijeran que era excepcional, a pesar de sus actos.


No hay fórmulas para ser sabios, salvo la de levantarse de ese sillón de los propios intereses, que Pasolini mencionaba, y desde el cual, decía, analizamos sesgadamente el mundo que nos rodea, sin buscar perspectivas distintas. Pero mejor aún desempolvar al geógrafo Mackinder y comprobar lo anclados que están los motivos moralizantes a las riquezas geográficas, sobre todo cuando no son propias. Por ello, cuidado con las razones difusas que no se basen en principios netos que gocen de garantías de universalidad. Hoy por hoy vemos que los principios generales no existen. A cada lugar se le aplica una ley; a cada ley un reglamento. Recordemos lo que decía Romanones: que ellos hagan las leyes que nosotros haremos los reglamentos.


En tanta reposición fílmica, es una pena que no se rescaten del olvido obras maestras que son verdaderas lecciones de política y de historia. Preferimos “Porkys 18”. Estamos recordando Queimada, de Pontecorvo. No nos resistimos a la tentación de transcribir la breve pero descriptiva reseña de Wikipedia: A principios del siglo XIX, los esclavos de las vastas plantaciones de caña de azúcar de la isla de Queimada, situada en el mar Caribe, están a punto de rebelarse; y los británicos están dispuestos a echarles una mano. Para ello, el Gobierno británico manda a William Walker, agente secreto y aventurero, cuyo objetivo es fomentar una revuelta contra los portugueses para que Queimada pase al dominio colonial británico, así como el mercado de la caña de azúcar.


Basta añadir algo que se le olvida sin intención a Wikipedia: El dirigente de la rebelión es ajusticiado y la esclavitud restituida en peores condiciones. Hay quienes sospechan que Queimada es ese Haití tan olvidado por el mundo.


Curiosamente, el nombre de William Walker se corresponde con el de un filibustero norteamericano que, reclamado por los liberales nicaragüenses, se unió a sus fuerzas en la guerra civil del país. Walker fue nombrado presidente de Nicaragua y, como el Walker de ficción, reintrodujo la esclavitud en su cuasi reino. No obstante, cometió el error de enfrentarse al magnate de los ferrocarriles, Cornelius Vanderbilt, que lo derrocó en 1857. Como se ve, lo que menos estaba en cuestión era la libertad de los liberales, --menos la de los esclavos--, sino quién controlaría las rutas en Centroamérica.


La cultura es una cosa con la que todos se llenan la boca. Pero desde la noche de los tiempos tiene un valor bifronte. Es cultura, y ayuda a progresar, al menos en el ámbito de las ideas (que no es el de las realidades); pero a veces, y a su pesar, contiene elementos importantes de propaganda (principalmente la de la clase dominante). La condimentan elementos insignificantes pero importantísimos para una vida corriente y para no perder el control. (lo llaman hegemonía). No hay pocos que cambiarían su derecho a una información veraz por un viaje a Disneylandia. Y no hay que despreciarlos. Su voto a veces gana.


Finalmente está la soberanía, que es el campo de batalla en el cual los pueblos se juegan su destino. La Unión Europea la tiene algo enrevesada. ¿Defiende la UE su soberanía? ¿Defiende verdaderamente sus intereses? Un día nos lo explicarán.


De momento la petición urgente que deberíamos hacer es que nuestra élites, nuestros dirigentes, se aten a las consecuencias de los actos que provoquen. Sabemos que la historia cuenta muchas mentiras, pero parece ser que antes, en las guerras, los soberanos iban al frente de sus huestes. Es decir, eran sujetos de sus propias tonterías (las guerras lo son: todas sin exclusión). Para esto, los militares son los más consecuentes, no las suelen querer. Dicen que en los sesenta se dio en Alemania un fenómeno curioso: mientras los militares curtidos en la Segunda Guerra eran remisos a cualquier aventura, las hornadas de oficiales novatos comenzaban a hablar de “honor perdido”. La soberbia es muy mala consejera. Sun Tzu decía: “No persigas a los enemigos cuando finjan una retirada, ni ataques tropas expertas”.


Pero estamos en unos tiempos en los que, incluso en los más frágiles, hay más propensión a la arrogancia que a la sabiduría. Ambas tienen su fuente en la experiencia: la primera en su frívola ausencia, la segunda en su dolorosa adquisición.


Empezamos diciendo que las iglesias son maestras en crear imágenes truculentas. Terminemos igual en cuanto el nuestro es un mundo generalmente creyente: “Y El dirá: Os digo que no sé de dónde sois; apartaos de mi todos los que hacéis iniquidad. Allí será el llanto y el crujir de dientes”. Pero es la Biblia, en la cual los creyentes creen o no a conveniencia.

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