La globalización conlleva cambios políticos a nivel mundial, caminando hacia la unificación de las acciones de gobierno, sobre la base de un credo político que mira por los intereses del mercado y contempla al ciudadano de los respectivos Estados como un bien mercantil a proteger, dada su condición de consumidor. Asimismo, la llamada globalización política responde a esa acción común de los Estados en funciones de guardianes de la sociedad, para que sus gentes no se aparten de los mandatos doctrinales de la superelite del poder capitalista que dirige el sistema. En definitiva, la política pasa por ser la pieza de control para asegurar la estabilidad del mercado único.
Estructuralmente definida por la presencia del Estado-hegemónico de zona, como vía de transmisión de los mandatos que elabora la inteligencia de la superelite del poder económico dominante, viene a ser el guardíán del credo político en su zona de influencia. Se define como el garante del modelo capitalista en su proyección política, para que los fieles ciudadanos no se salgan de las previsiones del poder económico y no se vea ligeramente afectado el proyecto global. Los Estados inferiores quedan sometidos a sus mandatos debidamente controlados, aunque procurando guardar apariencia de autonomía ante la opinión pública. Evidentemente, la consecuencia es que la tan aireada soberanía estatal de otros tiempos, solo sirve para el interior de su territorio y tiene escasa repercusión en el ámbito exterior. De ahí que se hable en el mundo de la globalización política de demasiados Estados con soberanía limitada. Pese a su perfil dirigente, las actuaciones del Estado-hegemónico de zona suelen tener que contar con el visto bueno de las organizaciones internacionales. En el fondo, invocando el repertorio del interés general, el orden público y los derechos de la ciudadanía, la mayoría de ellas apuntan a asegurar la marcha sin obstáculos del mercado y proteger los intereses de las multinacionales.
Por otra parte, atendiendo prioritariamente a los intereses económicos dominantes, la globalización política busca la homogeneidad entre gobiernos para hacerla más llevadera. Estos deben regirse por principios democráticos, respeto a los derechos ciudadanos, promover el bienestar general, atender a la igualdad real, cumplir con la justicia universal, seguir los valores al uso, comprometiéndose con las consignas de moda, como pudieran ser combatir el cambio climático, el respeto a la pluralidad o privilegiar a determinados grupos sociales que se consideran desfavorecidos. Tanto la democracia como los derechos humanos y las libertades ciudadanas son dogmas que ineludiblemente deben cumplirse, al menos sobre el papel. Diseñados como expresión política de progreso y elementos que garantizan la estabilidad, cuentan con el componente adicional de servir de entretenimiento a las gentes y proveer de suministros a la industria mediática. El lugar central lo ocupa esa democracia representativa que se ha consolidado como valor superior del sistema político, establecido para acompañar a la globalización. Hasta el punto de que los países que no han alcanzado tal excelencia permanecen sitiados por la violencia económica de los dominantes, a la espera de que se debiliten sus estructuras y nuevos personajes, debidamente financiados, arrastren al país al terreno del sistema dominante.
Como todo lo que acompaña a la globalización, la apariencia es lo que sale a la luz, pero observada más allá de lo superficial sus virtudes son cuestionables. Baste, por citar un ejemplo, como puede ser el discutible valor de la democracia del voto, en la que una minoría representativa de un grupo de intereses —llamados ideologías— domina el panorama político de un país, no en forma de democracia efectiva, sino de partitocracia, cuya ocupación es la defensa de los intereses de partido con prioridad al llamado interés general. Al fondo de la actuación política, tampoco hay que pasar por alto que priman los intereses del poder dominante, quien dice la última palabra y manipula a conveniencia, situando a sus fieles peones para controlarla. La propia democracia representativa experimenta actualmente los efectos del programa de mundialización, lo que se confirma con la tendencia cada vez mas extendida de la manipulación del voto, utilizando medios tecnológicos al servicio de las grandes empresas para conducir la voluntad de los votantes en la dirección que, en cada momento, convenga a esos intereses dominantes.
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