Las palabras que encabezan el presente escrito habrían tenido interés hace unos años. La realidad actual las ha sobrepasado restándoles trascendencia: el fatalismo se ha hecho ideología. Quizás esta era la finalidad que se perseguía: “no nos molesten con problemas de procedimiento; estamos trabajando. Vds. sigan riendo”. Y si el asunto ceñido a nuestro país es preocupante, más lo es cuando se comprueba que en los países de nuestro entorno geográfico o ideológico la situación no es mejor (veremos qué pasa en el Parlamento Europeo). Es decir, ya no cabe confiar en un contagio salutífero proveniente del exterior.
Sin embargo, renovar el debate sobre estas cuestiones, archivadas y no resueltas, es necesario, dada la deriva que ha tomado nuestra política. Respecto al electoralismo deberíamos poner freno a que sólo se acuerden de nosotros durante el breve periodo de una campaña electoral en la cual se llega a la demagogia sin el menor pudor. Hay una especie de consenso en que no es grave que se prometa lo que se sabe no se cumplirá.
Por su parte, la palabra democracia describe teóricamente (¿ teoréticamente?) un sistema político que defiende la soberanía del pueblo y el derecho de este a elegir y controlar a sus gobernantes (para muchos, a los que mandan). Pero ¿cómo esperar esto si ya en la postulación de los futuros representantes (simples delegados) se parte de un sofisma? Se dirá que no se puede cumplir todo lo que se promete. Por supuesto, pero esta deriva en lo prometido requiere dos requisitos esenciales: que sea justificable y que se expliquen claramente las causas; lo cual impone un prerrequisito: excluir en la campaña todo aquello que se sabe de antemano que es de imposible realización.
Respecto a la soberanía nuestra Constitución es parca al definirla: “La soberanía nacional reside en el pueblo español, del que emanan los poderes del Estado”. Completémosla con los que dicen los diccionarios; por ejemplo: “Poder político supremo que corresponde a un Estado independiente, es decir, un poder con competencia total”. ¿Subsiste esa competencia total? ¿Es esto lo que día tras día experimentamos?
De vez en cuando los españoles deberíamos repasar el texto constitucional y actualizar nuestras demandas. Si no, miremos su Preámbulo (soberanía, democracia avanzada, orden económico y social justo, digna calidad de vida…) y, entre otros, los artículos 1 (estado social y democrático –es decir, no neoliberal--), 31 (sistema tributario justo), 35 (remuneración suficiente), 40 (distribución de la renta más equitativa), 43 (protección de la salud --en progresivo deterioro y privatización--), 47 (vivienda digna –¿qué pasa con su costo, desregulado?--), 50 (suficiencia económica de la tercera edad), 128 (toda la riqueza del país subordinada al interés general), 135 (reformado con criterios que contradicen el Preámbulo y el artículo 1), etc.
Es decir, aspiraciones admitidas en su momento sin que nadie se soliviantara, y que deberían haber progresado y no retrocedido con el transcurso del tiempo. Por otra parte, cuando se diseñó la Constitución ¿estaba España en peores o mejores circunstancias económicas que las actuales? Sinceramente no lo sabemos, en cuanto el Estado disponía de 130 empresas públicas estatales y 800 empresas con participación minoritaria del Estado. Que sus beneficios estuvieran bien o mal administrados es otra cuestión. Hoy no es esa la situación. Las cosas así, cabe preguntarse lo siguiente: ¿los constituyentes aprobaron realidades o se actuó por imperativos coyunturales “transitorios”, en espera de otra correlación de fuerzas? ¿Se podía realizar lo que se prometió? No tardaron en llegar los pactos de la Moncloa.
La cuestión es que toda una serie de principios admitidos con normalidad palidecieron paulatinamente. Sobraron excusas posibilistas y de ellas se pasó a una total desconexión entre los políticos y los ciudadanos. Pero, después de todo, al menos todavía había una cierta ubicación, es decir, cabía reprochar que lo prometido no se hubiera cumplido. Aunque imperfecta, la labor de promesa, incumplimiento, posterior castigo electoral y vuelta a empezar, con el consiguiente desgaste para todos, surtía un mínimo servicio de orientación y de precio. No teníamos lo que queríamos, pero al menos lo sabíamos.
¿Hoy ocurre esto? Lo dudamos, en cuanto los parámetros se han borrado y nos encontramos en páramos sin señales de ningún tipo. ¿Cómo hacerlo en una situación en la que los socialdemócratas son liberales, los liberales son proteccionistas, los proteccionistas lo son para sus productos y políticas, y ultraliberales en el mercado mundial?
Al principio, los programas electorales eran esperanzadores –quizás éramos demasiado ingenuos--, pero poco a poco se fueron mixtificando en busca de un centro que cuestiona la función de la propia pluralidad. Todo esto llevó a que se votara sin la previa lectura de los programas --¿para qué?--, bajo efectos más emocionales que racionales. Aquí podríamos abrir un paréntesis sobre la dejación de electores, politólogos, académicos, informadores y todo lo que se nos pueda ocurrir. Esto es verídico: en una cadena de televisión, una de las más importantes, un polítólogo con acento italiano llegó a afirmar que determinado candidato había perdido una cantidad importante de votos porque no llevaba chaqueta; que la rectitud de hombros y hombreras inspiraba confianza al elector. Ni una sonrisa entre los contertulios. Y todos los economistas del mundo, que son y han sido, devanándose los sesos.
De ahí se ha pasado a un sistema tan complejo que hasta con datos resulta difícil una elección. Además ¿de qué sirve apoyar un programa electoral, aunque sea atractivo, si después un ejército de tecnócratas de allende las fronteras aparecerá esgrimiendo unas reglas que demuestran que lo votado en el país es imposible, en cuanto lesiona una serie de normas desconocidas por la mayoría, incluidos políticos con responsabilidades?
Pero lo peor no es su imposibilidad, sino su versatilidad. Las normas son las normas, se dirá. Sí, siempre que sean fijas y de aplicación general. El día que nos enteremos de cómo funciona la UE significará que está al borde de su extinción. Para entrar en Europa (Europa termina en los Pirineos, se decía), muchas empresas públicas españolas se privatizaron y vendieron a bajo precio al extranjero porque se suponía que aparte de no rentables no podían tener carácter público. Pues bien, la realidad fue que las compraron países extranjeros y continuaron bajo el dominio público, --el de ellos, se sobrentiende--, y encima tan rentables como siempre lo habían sido.
Volviendo al diccionario vemos que todos los términos enunciados son importantes, y que del engranaje que forman no se puede prescindir de ninguna pieza. No obstante, de entre todos esos términos, el que más resalta –o debería resaltar-- es el de soberanía. Es el único que no puede ser anulado de ningún ideario, por mucha contradicción que haya entre las distintas propuestas. Este término, en cierto sentido producto de los demás, a su vez los preserva. Sin soberanía no se es nada. Como se ha visto, la soberanía significa independencia, es decir, un poder con competencia total.
Pues bien, tal concepto se ha ido debilitando progresivamente, y no sólo en nuestro país. Y no estamos hablando de esencias, ni de raíces, ni de banderas, ni de la Guerra de sucesión española –que algunos lo intentan--, sino de necesidades. El mundo, desgraciadamente es una jauría, y ay de aquel que se debilita o deja que lo debiliten. Y no se puede servir eficazmente a dos soberanos. Los soberanos foráneos no son otra cosa que tiranos. Basta con mirar qué hacen ellos mismos en sus casas para saber que sus consejos a los demás son egoístas. ¿Permiten ellos, acaso, que nadie condicione sus decisiones?
Resulta lamentable que en un mundo que busca fórmulas para contrarrestar los desequilibrios económicos y financieros, nosotros estemos empeñados en ahondar nuestros “hechos diferenciales”. Una cosa es resolver por esa vía un problema existente y otra crear el problema donde no lo había. ¿Qué poder inmenso mueve esta tendencia al empequeñecimiento?
Hablamos de merma de la pluralidad. Al contrario de lo que pueda parecer, la pluralidad si es correcta, no debilita, todo lo contrario. Es la garantía de que un silencio cómplice no ocultará la merma de esa soberanía entre otras cosas. Para los reduccionistas, no estamos hablando sólo de territorialidades. Los colonialismos navideños, comerciales, culturales, lingüísticos, económicos, financieros, políticos, geopolíticos, son todos debilitantes. Cuando un pueblo necesita mirarse en otro, como si de un espejo se tratara, es que tiene un problema serio.
Si todo esto no fuera suficiente para confundir al elector hemos importado una nueva complejidad: la de la judicialización de la política. ¿Cómo saber qué se puede hacer –se preguntará el elector—en tal maraña de competencias y de limitaciones? ¿De verdad ha muerto Montesquieu? De nosotros depende.
Todos los términos utilizados son fundamentales, pero hay otros que, fuera del ámbito jurídico, también lo son. No se habla de ejemplaridad. Sin embargo, el mal ejemplo es el más fiel servidor de los grandes problemas. La corrupción; la no asunción de responsabilidades por los perjuicios provocados; el enriquecimiento injusto frente a la pobreza más injusta aún; los guirigay parlamentarios, que oscurecen una dialéctica clarificadora, tan necesaria para los ciudadanos; la información sesgada sin independencia de criterio, son más dañinos que el peor de los males frontales. Además, el mal ejemplo radicaliza las posiciones. No es posible un debate sano cuando se sabe que una de las posiciones –o las dos— no tiene a la vergüenza como aval de su buena fe. Y con mala fe, pocas cosas se pueden realizar positivamente.
Eso, o que en el culmen de los fingimientos, estemos fingiendo nuestros problemas interiores.
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