De donde vengo nos saludamos estrechando los pechos, corazón con corazón, ante la imposibilidad de acariciar la esencia que somos. Lo hacemos con las personas que estimamos, con quienes tenemos confianza, porque es una forma de decirle —sin mencionarlo—, que estoy tan cerca de ella, que pongo mi corazón —símbolo de mi esencia—, junto al suyo, a su servicio.
Sé que más de una vez he traído a este espacio, para hablar, de los abrazos desde y con el corazón. Como aquella ocasión que infringí la “sana distancia” para pedirle un abrazo de corazón a corazón a mi amigo Beto Rubio, hoy fallecido.
Aquel pasaje que me hizo llorar tan solo de tomar consciencia que cuando nos fundimos en un abrazo fraterno damos un poco de nosotros y nos llevamos algo de quien con sinceridad y transparencia nos corresponde.
Tocamos el corazón del otro con nuestro corazón para recordar (volver a acordarse) que todo es vibración.
Olió mi miedo, / lamió mi adrenalina, / cobijó mi titiriteo, / abrevó mi indefensión, / blindó mis huesos, / nutrió mis carencias, / calmó mi sed; / y todo sin decir nada, / sólo estando a mi lado / y yo al suyo.(Amigos. APR. 2020)
Vibramos y somos más. Vibramos para contraernos y expandirnos. Vibramos e intentamos comprender lo que está a nuestro alrededor de otra manera, sabedores que todo es vibración, el Todo es Mente—la Gran Mente—, acudiendo al antiquísimo e imprescriptible Kybalión.
Como todo está en vibración, como todo es mente, como todo es energía, nos asimos al prístino asombro para corroborar que acierta el compositor: “…tantos siglos, tantos mundos, tanto espacio… y coincidir”.
No para el asombro de saber que coincidimos, que estar con otros, con el otro, es ocasión de experimentar la otredad, el infinito; arriba y abajo fundidos por el mar que se pierde en el horizonte y se hace uno con el cielo.
Busco escribir / sin exceso de aderezo, / sin adornos de más / ni palabras ostentosas / de esas que aturden, / marean, / noquean. / Enhebro cada vocablo / al ritmo / que fluyen de mi interior / como si fuese / una voz que trato / de no obstruir / para que brote tal cual / y detone lo que deba activar. / Esculco en el laberinto infinito / de la lengua, / esforzándome en hallar / algunas joyas cotidianas, / de esas que / amarran con su belleza / el mensaje crudo / que no debo guardar para mí. / Viajo al fondo de los sonidos, / buceo en aguas profundas, / emerjo cubierto / de conchas y arena / que servirán de composta / para la lírica imparable / que hoy me nutre. / Te escribo, / te hablo / e intento tocarte / con la sencillez / que prescinde de títulos, / condecoracionesy preseas. / Con la candidez sin bobería, / sin actoralidad fingida, / inspirado en la belleza del mediodía / y en la magia / de hablar con el corazón en la mano, / te digo: / ¡no te detengas en mi impericia poética, / ve más allá! / ¡saca la pulpa de lo que digo / y el nervio de lo que me inspira! / ¡fúndete en la profusa intimidad / que nos cobija / y sal a las doce del día / si ya eres otra! / Sólo así, / la sencillez / habrá logrado su cometido, / y yo, / habré justificado mi andar. (Sin aderezo. APR. 2020)
En mi paso por Latinoamérica no pierdo ocasión de comentar por qué saludo con un abrazo y por qué no dejo de asombrarme que, siendo todo infinito, confluimos con ciertas personas para andar un tramo —a veces solo un tramito— de nuestra vida.
Somos vibración, siempre lo hemos sido y lo seremos. Toma mi mano, siente mi pecho, seamos uno. Hagamos de nuestro encuentro un momento especial, único.
Te saludo con mi vibración, en ella me recluyo, me encuentro, me cuestiono, me respondo.
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