Todo empezó un 11 de Septiembre, el del 2012. Hasta entonces las manifestaciones de la Diada de Catalunya no eran, precisamente, un clamor por el derecho a decidir. Por la mañana las fuerzas políticas y sociales iban a los pies de la estatua de Rafael de Casanova, depositaban unos ramos de flores, hacían algún discurso reivindicativo, y a comer con la familia, mientras que las fuerzas independentistas de siempre aprovechaban la tarde para reunirse en el Fossar de les Moreres y recorrer algunas calles del centro acompañadas por los antidisturbios de los Mossos que velaban para que las aguas independentistas no se salieran de madre.
Hasta entonces los que en Madrid movían el cotarro miraban todo esto con cierta tranquilidad. Durante más de veinte años los gobiernos de Pujol garantizaban que las reclamaciones de Cataluña no irán más allá de la frontera del autonomismo. Las relaciones entre el inquilino del Palau de la Generalitat y los sucesivos inquilinos de Moncloa eran perfectas e, incluso, el ABC publicaba una portada anunciando la concesión a Jordi Pujol del título de "español del año".
Pero un buen día Maragall, Presidente de la Generalitat, tuvo la ocurrencia de modificar el Estatut de Catalunya y el pueblo catalán en referéndum lo aprobó, lo mismo que hizo el Parlament catalán, pero el PP y el entonces Defensor del Pueblo, Enrique Múgica, dirigente del PSOE, recurrieron aquel Estatut, y años después, en el 2010, el TC rebajó las demandas y expectativas de los catalanes, que ese verano salieron, multitudinariamente, a la calle para protestar contra aquella sentencia que hizo que Alfonso Guerra dijera, ufano, "les hemos cepillado el Estatuto". Aquella sentencia fue la mecha que despertó en cientos de miles de catalanes una fuerte conciencia de pueblo, que iba mucho más allá del “café para todos” instaurado por Adolfo Suárez y el régimen del 78.
El 11 de Septiembre de 2012 más de millón y medio de personas de todo tipo y condición llenaron las calles de Barcelona para reivindicar sus derechos nacionales. Esto hizo nacer el espanto en algunos despachos de Madrid, el patriotismo de muchos estaba en peligro. Como dijo Lesmes, Presidente del CGPJ en 2017 “La unidad de España es un mandato directo para los jueces”, y parece que también para muchos políticos, fuerzas del orden, y para el mismo Felipe VI. Al día siguiente de aquel 11 de Septiembre desde el despacho de Fernández Díaz, ministro del Interior por aquellas calendas, se inicia la que después se conoce como “Operación Catalunya”. Ahora, gracias a las agendas del excomisario Villarejo sabemos que los más importantes cargos de Interior y de la policía, con la complicidad de políticos del PP como Cospedal, Moragas y Alicia Sánchez Camacho, periodistas y jueces, crearon una organización para crear y expandir noticias falsas para desacreditar ante la opinión pública a políticos y miembros de la sociedad catalana.
El nombre de Villarejo, asociado a altos cargos de Interior y de la policía, aparece siempre en todo ese “aroma de alcantarilla” que rodea la política española en referencia a Cataluña, y, pagando con el dinero de una parte de nuestros impuestos, ese “fondo de reptiles” que todo Ministerio de Interior tiene a su disposición, compró, sin tener que dar explicaciones, a quienes dan crédito y publican las fake news que facilitaban desde las cloacas estatales.
Villarejo, un policía corrupto, es tan sólo un eslabón más de todo un aparato del Deep State, porque en esta guerra sucia hay más participantes que han colaborado activa o pasivamente: jueces, exclusivas de algunos medios de comunicación, una sociedad civil que gritaba “a por ellos” a las puertas de los cuarteles, y más de un partido político. Hace unos días en Estrasburgo PP, PSOE, VOX y C's se unieron para intentar desacreditar el informe del Catalangate que ha escandalizado al Parlamento Europeo. Villarejo puede dormir tranquilo, tiene el viento a su favor.
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