Es hermoso verse y reconocerse, mirarse y enmendarse, gastar la vida por servir y desvivirse por vivir, reconquistarse y quererse, no rendirse jamás y apostar por repostar esperanza en medio de tanto desconsuelo, para poder reconstruimos en quietud como familia. Sin duda, hoy más que nunca, necesitamos hacer piña y rehacernos como humanos. Lo sabemos, no podemos continuar así. Además, nos necesitamos armónicamente, precisamos compromisos fieles ante la multitud de realidades violentas, con numerosas contiendas que ven morir a tantos inocentes. Del mismo modo, requerimos de otras atmósferas más constructivas que destructivas, tener confianza en el diálogo, ya no sólo entre la ciudadanía sino también entre los pueblos.
Seguramente tengamos que reconocernos miembros de una única humanidad, injertar pasión por los vínculos como instrumento para la comprensión y el entendimiento, reducir la siembra de venganzas, poner oído y alzar la voz ante el aluvión de ataques e injusticias esparcidas. Es tiempo de alcanzar acuerdos y de tomar decisiones colectivas. El marco multilateral por excelencia, radica en las Naciones Unidas. Desde luego, la Carta continúa siendo la brújula moral de la concordia, el despertar a la vida haciendo hogar, con un abecedario basado en el acatamiento de un sistema compartido de normas y valores. Por otra parte, siempre es vital el papel de la diplomacia, tanto a la hora de aliviar tensiones como para ayudar a resolver las controversias.
Sea como fuere, la apuesta por un mundo pacífico es un valor de una importancia vital, que debe universalizarse y promoverse por todos, sobre la base de la justicia social, la dignidad y los derechos de cada persona. En efecto, la conciliación no puede reducirse a la mera ausencia de conflictos, porque la serenidad se pierde a causa de las divisiones sociales, propiciadas en parte por los agentes dominadores, que todo lo mueven a su propio interés, casi siempre contaminado por la codicia del poder, cerrados al diálogo y encerrados en una visión deshumanizante por completo. Bajo este impaciente contexto, es menester trabajar porque se respeten las diferencias, con un mejor conocimiento de los estímulos vivientes, del instinto de simpatía en la gobernanza global y de la percepción al amor.
Amar, inclusive a nuestros enemigos, a quienes nos hacen sufrir y nos oprimen, ni siquiera es un buen negocio; sin embargo, es el camino para entenderse. La mano tendida siempre aminora sufrimiento; no en vano, la compasión se abraza con un espíritu solidario y de aprecio recíproco, valores que están en el corazón, que es el que realmente activa la unidad y la unión entre análogos. El camino es duro, el itinerario más, necesitamos entrar en salud armónica entre nosotros y con toda la creación, sin levantar fronteras, ni plantar frentes, únicamente activando la cultura del abrazo en nuestro andar, de modo auténtico y respetando el pulso libre.
Observo que en un mundo conflictivo como el actual, el esfuerzo en favor de un orbe apacible no es nada fácil, lo que requiere que nos interroguemos; pues, repensando es como se pueden abrir nuevas vías racionales y valientes, que nos librarán de este viento avasallador, para emprender un camino de auténtica fraternidad universal. Precisamente, ahora que nos hemos globalizado, necesitamos conocernos, desarmarnos en un clima de respeto y consideración hacia toda existencia, de manera que desde los cuatro ángulos de la tierra, se respire ecuanimidad y calma. Evidentemente, la influencia medioambiental es más importante que nunca, pero también la actitud de sus moradores es primordial; puesto que, en el fondo, todo nace en el corazón del ser humano, en su relación con el bien y el mal, con los otros y con su propia morada.
El desorden es colectivo, la irresponsabilidad es manifiesta, la hostilidad no deja de crecer, es un verdadero torrente de sangre, sudor y lagrimas entre semejantes, hasta el extremo que el odio es una psicosis palpable, que modifica el ánimo y la forma de pensar dando lugar a ideas extrañas; de ahí, la necesidad de pararse para encontrar de nuevo la clarividencia de la confianza mutua y la hermana adhesión. Dejémonos inspirar por la palabra, cultivemos la poesía y cautivémonos de la contemplativa del alma, porque el concierto es un deber de todos, lo que nos exige vencer la indiferencia y convencernos de que la paz es posible, a pesar de nuestros tormentos; que han de reconciliarse, concibiendo el tronco en común y creando ilusión en la mirada.
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