Cuando la soledad se hace mayor va dibujando senderos llamados “diarios de los no aconteceres”. De vez en cuando se cruza en el camino una soledad, como todas, pero con ilusión. Esa soledad “saluda”, “pregunta”, “comenta”, “ríe”... nunca añora... sólo desea saludar.
Esa mañana vuelves a casa solo, como todos los días, pero pensando si mañana volverías a cruzarte con esa “soledad” que habla y acompaña. Amanece el día un poco gris, piensas que el sol tendrá la suficiente fuerza como para sobrepasar esos pliegues nubosos. Te diriges al parque, caminas cheposo para no ver, tu cabeza está en tu casa, quizás en tu esposa, quizás en tu pensión que no llega, quizás en la meta que llaman fin de mes..., pero, de nuevo, alguien te dice “hola”, “el tiempo está regular”, “voy a sentarme”, “¿me acompaña?...
El banco, modernamente sucio, le cubre la sombra de un pequeño piñonero. Nos sentamos y la soledad parece tener nombre, dice llamarse Luis; yo le contesto que por el tono de voz parece gallego, se sonríe, sí de “A Coruña”; yo pienso que es un nuevo formato de comunicación que enriquece las personas, pero que mal entendido cierra horizontes, porque mi pueblo siempre será mi pueblo, nunca el centro neurálgico del progreso.
Luis, mi amigo soledad, no refuta mi opinión; calla y sólo se le ocurre decir que sí, pero, aun siendo verdad, hay que reconocer que cada una de las luces que adornan esos centros neurálgicos llevan los nombres de esos miles y miles de formatos de comunicación.
Luis, calla; yo siento que la soledad intenta rodearme de nuevo. Comento, por miedo al silencio, ¿será verdad que la historia mal escrita desune la generaciones siguientes?
Mi soledad, Luis, parece darse cuenta del trasfondo de la pregunta. Me contesta: Puede ser. Siempre que intentamos premiar los conflictos nombrando las calles con nombres de personajes “destacados” en uno de los bandos, estamos dejando la puerta abierta para un nuevo conflicto, el de “la venganza fría de la memoria histórica”.
Eso no pasa cuando las ciudades enumeran sus calles, cuando celebran sólo fiestas que unen, sin siglas ni membretes... Los muertos que la historia dejó son patrimonio de todos y desde pequeños, en los colegios, enseñan que las cruces que adornan toda sepultura son símbolos de respeto y sosiego, nunca de enfrentamientos.
Me gustó su respuesta. De vuelta a casa pensé que debía ser como “Luis, mi soledad” y aprender a “saludar”, a “preguntar”, a “comentar”, a “reír”... nunca a añorar con tristeza.
|