Los mercenarios del Grupo Wagner han comenzado a volverse cada vez más protagonistas en los medios de comunicación, lo cual se debe a su peso en la batalla de Bajmut.
El nombre de esta organización paramilitar es en honor al gran compositor alemán, supuestamente como consecuencia de que su fundador, Dmitri Utkin, admiraba a los nazis y a su banda sonora. Hoy, su líder, Yevgueni Prigozhin, parece ser el más crítico con el gobierno ruso. Su relación con Putin y su historia de éxitos en África, aprovechando la debilidad francesa en su área de influencia, le han dado ese derecho.
Aun suscribiendo la sentencia de Maquiavelo: “Contratar mercenarios es cosa reprobable y perniciosa”, se pueden aceptar ciertas ventajas de contar con ejércitos privados según sus funciones y sus vínculos con las fuerzas armadas. Sin embargo, el caso ruso proyecta la imagen esperpéntica de unos mesnaderos guiados por un deslenguado oligarca que pone en evidencia al Kremlin saltándose parte de la propaganda oficial. Como colofón, el genio necio que le da nombre al grupo tampoco ayuda en la estrafalaria versión rusa de los ucranianos nazis.
De todas formas, el problema no radica solo en la mala imagen dada o en el uso de mercenarios, sino en cómo y dónde están siendo usados; en una guerra que significa mucho para un país que teóricamente cuenta con el segundo ejército más poderoso del mundo.
Serguéi Shoigú, ministro de Defensa ruso y principal blanco de los reproches de Prigozhin, apenas ahora intenta controlar a este verso libre de las fuerzas invasoras.
Moscú puede elegir la paciencia, la resignación o la guerra total, pero los soldados privados no parecen representar un papel determinante en ningún teatro en el que el estruendo de la obertura vaya desapareciendo rápidamente. Como sea, en el concierto mundial, con su voz cascada, Rusia sigue lejos de volver a ser aquel protagonista de óperas pasadas.
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