Se atribuye a Catón el Viejo aquella sentencia de “no pierdas el tiempo en discutir con los estúpidos y los charlatanes: la palabra la tienen todos, el buen juicio solo unos pocos”. Por lo que se ve, ya en el siglo II antes de Cristo se cocían habas. Igual la frase nos viene bien en estos días de tertulianos, redes sociales y regodeo en la ignorancia.
Más que nunca, todos tenemos la palabra, o el teclado del celular para expresarla, pero lo que ya abunda menos es el raciocinio, o al menos lo que hemos dado en denominar sentido común, caracterizado por la sabiduría popular como el menos común de los sentidos. El citado político y escritor romano lo supo ya hace mucho, pero no podía ni imaginar lo que sería el futuro que habitamos, en el que los hechos, o los datos, apenas importan, pues la ideología y el sentimiento elaboran relatos no rebatibles por los detalles objetivos. Es por eso que detenerse para reflexionar con una pizca de sensatez se ha vuelto acción extraña y sospechosa; se prefiere repetir, o amplificar, el mensaje, o buena nueva, que viene de arriba, como una revelación en la que redes sociales y medios de comunicación son el vehículo, antes que elucubrar para encontrar explicaciones, tarea esta que igual es causa de cefalea o de cosas peores para nuestra vida civil en tiempos de trincheras sectarias, que hacen de lo dialógico una pura simulación de cara a la galería.
Escribió Antonio Escohotado que “tanto como animales reflexivos somos animales de costumbres hechos a vivir respetando ceremonias heredadas y sumisos a las rutinas de cada marco cultural como una hormiga a las del hormiguero”. Tal vez sea la explicación de lo que aquí tratamos, entendiendo que concurriría siempre, en toda sociedad, una porción mayoritaria de gentes partidarias de la obediencia en sentido amplio.
No resulta sencillo precisar desde cuándo cayó en desgracia la sana costumbre de pontificar, o dudar, sobre lo divino y lo humano, que ha sido consustancial al pensamiento racional y punto de partida de cualquier progreso. Se podría afirmar incluso que ya no se habla, y mucho menos se escribe, con naturalidad. Hay una línea trazada y te pueden colocar a un lado u otro de la misma; su ubicación se va haciendo más inquietante cada día.
En la Baja Edad Media, la Inquisición tenía también una raya, como la tuvo la Revolución Francesa (con la guillotina al fondo) y todos los sistemas totalitarios más recientes, que podemos compendiar en el comunismo y el nazismo. Ahora, y de momento, el surco es más sutil; aún no hay guillotina, pero sí muerte civil, desprestigio y/o expulsión de la plaza pública. Esa línea se va marcando con intensidad progresiva y peligrosidad creciente. ¿Objetivo? Que nadie quiera cruzarla. Solo los héroes osaron hacerlo en todos los tiempos. Pero, en el presente prosaico, y más que nunca, de la heroicidad ni se come ni se vive. Mejor aplaudir, como bien saben los aspirantes a candidato y demás colaboradores orgánicos.
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