Para el gran público, lo de las elecciones de cuando en cuando tiene cierto sentido de actualidad como espectáculo para ver si cambian las caras de los que mandan, porque su presencia acaba por hacerse demasiado rutinaria en los medios visuales y llega a aburrir a una parte de los videntes, que reclaman novedades por aquello de los avances tecnológicos. Habría que puntualizar que los que han sido favorecidos por tales personajes mediáticos, aunque hablen de progreso, no quieren cambiar las imágenes. Más allá de la parafernalia, que cada uno asume a su manera, lo mayormente perceptible es que con las elecciones se entra en un proceso de entretenimiento que excede lo habitual, especialmente para los medios, porque disponen de abundante material para fabricar noticias.
En la forma, con lo de elegir, se viene a recordar a la ciudadanía que lo que antaño fue democracia se debiera denominar partitocracia, pero hay que guardar las apariencias, cuando se dice aquello de que el pueblo es soberano, de ahí que las elecciones se tengan por democracia representativa. El asunto queda en consultar la autorizada opinión de la ciudadanía sobre quién quiere que les mande entre un plantel de personajes, algunos sacados del anonimato, que los partidos han designado para asumir el papel de elites por una temporada. Al margen de esta apreciación poco más puede decirse en este plano del asunto de las elecciones periódicas, también llamado ejercicio democrático, pese a que casi nada tiene que ver el sucedáneo de la tan cacareada democracia del capitalismo con la auténtica democracia. Mucho menos en las elecciones modernas, es decir, las que siguen la senda marcada por la globalización, porque se trata de elegir a los que defienden los intereses foráneos, pocas veces coincidentes con los del propio país.
Si se habla del fondo, las cosas cambian. Porque resulta ser un proceso que viene a confirmar en el puesto a los que previamente se ha seleccionado por el mando supremo. Situado por encima del imperio, que solo es un mandado del poder económico, se trata de ese gran poder que dirige el mundo en términos totalitarios, que pone en la escena política a sus peones, esperando que merezcan la aprobación de la voluntad manipulada de los votantes. Lo que acaba siendo un hecho real. Claro que, a veces, el elegido no cae bien, porque no sigue fielmente las consignas del mando, en cuyo caso se sacan los trapos sucios del afectado y se le envía al destierro. Para reforzar la presión, a fin de que electorado elija a los previamente elegidos, se le oferta las bondades del sistema, y la propaganda, junto con sus medios afines, hurgan en la herida creando malos y buenos abusando del poder de influencia de la doctrina, de la desinformación, de todo un arsenal de tópicos, que se venden como verdades e incluso haciéndose pasar por racionales.
La realidad es que, como la democracia al uso es el paradigma político de la globalización, las elecciones modernas se encaminan a no ser representativas de la voluntad general del país donde se practican, porque están en juego los intereses del dinero global. De ahí que el gran capital sitúe bien a sus peones para que no haya sorpresas. El interés general de la sociedad local no cuenta, y si alguien lo propone se le trata como apestado, como el ultramalo de la película, cuando de lo que trata, y así lo exige el sentido común, es de defender los intereses del país como prioritarios. Por tanto, el embarque de tales elecciones, al margen de confirmar el bipartidismo como el más votado, no es más que para reafirmar que los votantes dan su aval, sin la menor consciencia de ello, a eso que han llamado globalización, lo que implica renunciar a los valores como país. Así están las cosas y seguirán estando, mientras las gentes comulguen con la doctrina del capitalismo mandante y sus ejecutores políticos.
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