Ese producto grupal de intereses de poder que se ha llamado progresismo es una exigencia política de los nuevos tiempos, en línea con las tendencias comerciales de actualidad. Viene a ser un nombre, carente de ideología real, para diferenciar a un grupo de aspirantes a perpetuarse en el poder de esos otros que pretenden los mismo, pero abiertamente dicen que no quieren que cambie casi nada, a los que llaman conservadores, y también de los que no saben en qué quedarse, situados en el centro del espectro político. Hay que aclarar que al progresismo, que entiende poco de progreso y bastante de técnicas de mercado político, se le ha encomendado decir a las gentes que hay que cambiar las cosas, porque así lo ordena la plataforma del gran capital que dirige los destinos del mundo, para mejorar el negocio mercantil.
Desde que se impuso a todos los niveles existenciales el capitalismo, está claro que quien manda en la política es la economía, y de ella cabe decir que es la encargada de marcar las pautas del progreso material, auxiliada por las nuevas tecnologías, un progreso puramente comercial centrado en la actividad del mercado asistido por los fieles consumistas. El papel de los practicantes del progresismo es, tomando como referencia las demandas comercializables, vender productos de mercado político avanzado, o sea, derechos, libertades, justicia, igualdad, cambio climático, mejoras sociales y pantomimas varias, en un estado de seguridad jurídica general, garantizada por una justicia de vacaciones permanentes, que sirve de modelo ante el ciudadano común para poner de manifiesto hasta qué extremo de decadencia funcional ha llegado el llamado Estado de Derecho.
Estos políticos del progreso, en realidad modernos agentes comerciales surgidos con el papel que el capitalismo ha dado a la globalización, son herederos que aquellos otros que miraban con resentimiento el buen vivir de la burguesía decadente, esperando que cayera un mendrugo de pan.
Ahora, como el capitalismo se ha vuelto compresivo, les ha dado la oportunidad de chupar del bote, como a sus competidores, y se mueven en la región del alto standing. Su función es hacer que corra entre las empresas el dinero público, favoreciendo a los desfavorecidos de la fortuna, y convencer a la ciudadanía de que sus ocurrencias son cosa del progreso y no del negocio empresarial, animando así a comprar y conciliar. El capitalismo contento con este progresismo de mercadillo, porque quien se lucra de su generosidad es el mercado.
Con el estómago lleno, los progresistas destacados ya no tienen motivos para incordiar, salvo en algún mitin para ilusionar al auditorio, ninguno se declara rebelde —porque lo de la rebelión siempre ha sido una leyenda para ganar seguidores—, ahora simplemente se es conformista, ya que ser contestatario no está de moda; lo que sucede es que han descubierto el gran negocio que procura estar al lado del ganador. Por su parte, el capitalismo ha dejado entrar en el juego al progresismo, porque resulta que su antigua ideología viene bien al mercado, a tal fin ha captado a sus más sobresalientes seguidores, a base procurarles el disfrute del bien-vivir, puesto que el rótulo que les ampara viene a coincidir con la estrategia de marketing de los planes globales del capitalismo. Para aprovechar el negocio del progreso político y asegurar su fidelidad les tiene en nómina, como una empresa más, ya que permiten, como cualquier influenciador comercial, animar el mercado y hacer más grande la globalización. El progresismo rebelde, el que se declaraba de puro incordio, que era visto como algo molesto por los mandantes de antaño, ha pasado a ser el gran aliado, la esperanza social del nuevo capitalismo.
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