Érase que se era la profecía, cuyo origen se pierde en la noche de los tiempos. Las hubo de todo tipo, pero destacaron, por encima del resto, las emitidas por los profetas de la catástrofe. También fueron relevantes, en ciertos momentos, las que proclamaban la buena nueva, verbigracia, el anuncio de la segunda venida de Cristo, o parusía, con Joaquín de Fiore (era del Padre, del Hijo y del Espíritu Santo) anunciando ese advenimiento que, por otra parte, estuvo en la base del milenarismo medieval; se podría, sin mucho esfuerzo, establecer analogía entre aquel y el que hoy emerge, basado en el desastre ecológico, con sus profetas laicos o científicos, si no, en ocasiones, pseudo o paracientíficos, pero asimilado en el imaginario de nuestros días a través de Internet, los medios, el cine o la literatura, que amplían mucho las posibilidades de los capitales románicos como vías de expansión de sensaciones.
Sea como sea, profetas y profecías han nutrido siempre una porción significativa de la percepción del presente y del futuro en las variadas culturas y civilizaciones que son y que han sido. Los individuos con poder de vaticinio fueron siempre apreciados como mediadores entre lo divino y lo humano. Tal vez porque sus augurios reflejan lo que somos en cada momento, o lo que disponen que seamos quienes ordenan nuestras vidas, nuestros anhelos y, sobre todo, nuestros miedos. El futuro que percibimos, en los personal o en lo colectivo, condiciona sin duda las ideas que profesamos y los actos que acometemos.
En la antigua Mesopotamia, los sacerdotes eran apreciados como portavoces de los dioses y desempeñaban un papel profético, al igual que los del Antiguo Testamento. A quién no le suena el término “oráculo”, verbigracia el de Delfos, en la antigua Grecia. Destaca, en la tradición cristiana, el Libro del Apocalipsis, en el que se describen los eventos del fin del mundo, siendo quizá el que más se asemeja a los pronósticos radicales de hogaño. No debemos olvidar a Nostradamus, cuyas cuartetas contienen oscuras predicciones objeto de variadas controversias.
En realidad, el afán por conocer de antemano lo que habrá de venir forma parte de la angustia del ser humano; somos finitos y nos produce desasosiego el futuro, tanto individual como colectivo. Vivimos tiempos, por otra parte, de cambio e incertidumbre. Si el milenarismo medieval, es decir, el de los capiteles y la condenación en el infierno, ponía el acento en los pecados de la carne, y asustaba con la parusía y el fin del mundo, el actual no anda muy desencaminado de aquel. Se trata de propagar el miedo, a través de los variados púlpitos existentes, para que nos inclinemos por la seguridad frente a la libertad y seamos proclives al acatamiento de medidas extraordinaras, (por el bien común) aunque menoscaben nuestra autonomía. Nos quieren paralizados y asustadizos ( felices en el sentido que relató Huxley), pero son los mismos que, otrora, planificaron guerras y desastres, y las justificaron por la búsqueda de un bien superior. ¿Por qué vamos a pensar que, de pronto, las oligarquías o oligarquía (no sabría si plural o singular) que rigen nuestro orbe se han cambiado de acera? Yo no lo creo.
|