Existe un miedo visceral, una turbación que se resiste a cualquier sinonimia de la razón y que nos impulsa a intentar transcenderlo, a luchar contra él de manera ilógica y animal. Conductas como el apuro o la ansiedad parten de este profundo miedo. Aprovechar el tiempo dicen algunos; carpe diem dicen los hombres cultos; frases que contienen un sentido, una vida, pero que se malinterpretan en pos del mundo consumista. Observa, observa cómo se gesta la experiencia, estamos tan ansiados de comer que solo trabajamos para vomitar todas aquellas composiciones en las redes sociales; más viajes, viajes a lugares paradisiacos para crear una buena imagen, una que nos haga lucir felices, satisfechos con la vivencia no digerida. ¿Qué sucede cuando se detiene la grabación, ese lugar se recordará en la vejez o tan solo se buscará en la nube un momento que en realidad no sucedió, ya que nadie lo recuerda?
Puede parecer que aprovechamos bien el poco tiempo que contemplamos o afirmamos la desaparición de su fin mientras indagamos en el ejercicio de lo productivo; aun en nuestro más alto intento nos encontraremos ante el deceso. La muerte ronda detrás, engarzada cual sombra atenta esperando nuestro último aliento… ¿Acaso esperas que el dinero y el poder, lo tecnológico o lo transhumanista logre aquello divino? El asombro de Karl Jasper como originador del profundo pensamiento, una observación verdadera, asentada de la experiencia; un diálogo personal con nosotros mismos; una indagación tranquila y minuciosa que parte de una curiosidad infantil, una curiosidad que da más importancia a las preguntas que a sus respuestas. Indagar en el azul cielo, en el árbol en flor y descubrir por vez primera la paz que trae consigo el respirar, el color y la textura del sabor, la piel del deseo y el amor de una vida digna de ser bien vivida.
La ilusión que provoca el acto bulímico de existir para la red se desploma al comprender que los megas consumidos en el teléfono no otorgan la narración que tanto el ser humano busca; si los cables otorgarán un sentido tal vez se acabarían los suicidios. Para que lleguemos al fin de nuestro días con el corazón satisfecho es necesario recordar cada pequeño trozo de tal forma que engarcen los distintos retratos, paisajes y mármoles dispersos en la historia propia, solo así daremos coherencia al «instante que hace feliz y que llena… que descansa en sí mismo y se basta a sí mismo», como dice Byung-Chul Han.
¿Qué haces? Las coincidencias siempre hacían que respondiera con un libro entre las manos. La lectura ha tomado una imagen arcaica, ha dejado ese proceso ritualista, místico en lo profundo; aquella magia que causaba el hecho de escarbar. Un hombre se ha cultivado antes de mostrarse como un caballero. Ahora, nadie pretende o trabaja en ser un hombre respetable, correcto en sus tratos; están tan absortos en su propio deseo de aprovechar la vida que se ahogan en su presunción. Observo lo que me rodea y veo un mundo alejado de todo aquello que en la antigua se hubo valorado; los avance tecnológicos y la globalización del conocimiento han logrado cliquear el conocimiento para que este no requiera ser recordado; así también, las películas y series han engagrenado la razón, al inutilizarla en el sedentarismo, el mal de nuestro siglo.
¿Por qué lees tanto?, una vez me preguntaron. Mi mente en aquel momento divago al periodo Ptolomeico, cuando la mítica biblioteca de Alejandría se alzaba con sus seiscientos mil manuscritos, textos primigenios, ocupando las estancias de aquel edificio que más tarde se extinguiría entre rumores. Zenodoto fue encomendado por Ptolomeo II, militar en desgracia, que al morir su padre y ser derrotado en las fronteras del reino, decidió poner sus fuerzas en la gran biblioteca y en una gran torre en lo alto de la isla de Faros como guía para aquellos que lleguen al puerto, para ocuparse de las descomunales estanterías: su trabajo, ordenar todo aquello. Si nos ponemos psicológicos, podríamos dar algunas razones por las que leer es una actividad portentosa para la mente, y aun así, ningún argumento podría echar abajo la columna de lo productivo. Algo que se advierte al entrar en una institución educativa; la prioridad en el interior de aquellas cárceles de plástico es la acumulación de datos, una confusión intencionada que simula la adquisición del saber universal mientras van creando adversión al conocimiento, un conocimiento asociado a la inutilidad más absoluta, retazos atrasados de un viejo mundo.
Robert Walser, mi autor predilecto para hablar de antiguas costumbres, tiene un cuentito que lleva por nombre: La carta de amor. En él se pone de relieve la importancia de la memoria a la hora de amar a una persona: «Para un hombre es bonito guardar fidelidad a su muchacha, suspirar por la presencia de la amada con eterna y silenciosa nostalgia». Un pensamiento que, como dice las frases finales, atraía al protagonista, a su amada, a la felicidad que él recordaba. La rememoración juega un importante papel en la estructura interna de lo que llamamos nuestra vida, es aquel lazo que nos impulsa a actuar, pensar y existir de cierta manera. Escucha, escucha, escucha el solitario rumor de un pasado al chocar la tierra; distingue como, en aquel momento, la métrica, el ritmo y el eco en la linde se desgajan igual que el brazo separado de su árbol. Mi mundo, mi tierra, mi cultura yacen cada una en mi memoria; y claro, tu mundo reposa sobre la noche eterna junto a tu cultura y tu tierra.
|