Parece, a la vista de lo que se pone en escena, que la sinarquía que conduce la marcha del sistema —llamada por algunos conspiranoicos el poder en las sombras—, para asegurar el negocio base —el mercado—, ha mudado en parte su estrategia política. Tímidamente empieza a colocar nuevamente en el teatro de operaciones visibles, haciendo uso del voto controlado, a los que, en otro tiempo, fueron fieles servidores del orden capitalista en el marco conservador, pero que hubo que dejar en la trastienda, por falta de ideas innovadoras y escasa clientela social, acudiendo, en auxilio de sus intereses, a los vendedores del progreso político. El cambio en ciernes no implica entrar en un proceso excluyente de estos últimos, porque continúan procurando ingentes beneficios empresariales, dado el soporte ideológico que les sirve de referencia para alimentar su posición en el espectro político, aunque en la práctica solamente se trate de dar cumplimiento de boquilla a la conocida Agenda 2030 —una colección de utopías, concebidas para dar mayor dimensión a los intereses mercantiles—. Evidentemente, este modelo de progresismo continúa siendo imprescindible para mantener en auge el negocio de los dirigentes mundiales, como cebo para alimentar creencias entre las masas. Habría que añadir que el cambio escénico responde en última instancia a no desperdiciar ninguna opción política de interés para el negocio económico.
Se venía respirando un ambiente de progreso político propagandístico, diseñado como manta protectora del progreso real, representado por la tecnología, que permitía mantener entretenidas a las gentes con otras bagatelas comercializables —entiéndanse libertades, derechos y partitocracia, también llamada democracia representativa—. El problema es que sus promotores, que se etiquetaban y etiquetan como progresistas — y lo eran y son, al menos, porque están a sacar tajada personal del negocio político—, han llegado a creerse, incluso de cara al tendido, su condición mesiánica. De ahí que, aunque útiles a la estrategia penúltima del capitalismo, se estén pasando de frenada y tengan la osadía de mostrarse puntualmente contestatarios con algunos de los dogmas de la doctrina capitalista y de sus más significados rectores. Sirva como anécdota de que no se les debiera dar demasiados vuelos lo que sucede aquí mismo, y puede verse en los distintos medios españoles, donde se recoge que algunos, al menos en el plano propagandístico —en lo real habría que ver si solo se trata de un simple camuflaje montado por los que dirigen el mercado político—, han osado manifestar discrepancias frente a los abanderados del poder económico. Actitud que si se entiende tomada por propia iniciativa, es decir, sin el beneplácito del que manda, resultaría poco creíble. En todo caso, simplemente se trata de guardar las apariencias y cobrar algo de protagonismo global, para tratar de sobrevivir en el avispero en el que se han metido.
Más allá de lo que pudiera entenderse como un pequeño desaforo quijotesco ocasional del progresismo local de pega, carente de valor más allá del marketing político, en cuanto solo se trata de hablar y promocionarse personalmente —pero que tendrá consecuencias indeseadas para los protagonistas —, el caso es que, volviendo al tema, a nivel global se comienza a apreciar cierta desconfianza por parte de la superélite con el modelo de aires progresistas en vigor, pese a la buena cosecha que el reparto de los fondos estatales en las sociedades ricas ha supuesto para los intereses del mercado. En las sociedades avanzadas —al menos las que se publicitan con tales para darse autobombo ante las menos favorecidas—, los ingresos fiscales ya están del todo repartidos, solamente queda en vigor la deuda a perpetuidad. El objetivo se ha cumplido, gracias a los progresistas de rótulo, ya que las gentes han pasado a ser fieles consumistas, muy desprendidos de sus dineros y de la parte del fondo común con la que algunos son agraciados.
Manteniendo en vigor a nivel general el progresismo político controlado, empieza a cobrar cierto interés el retorno a la política conservadora, conforme a lo que, para la ocasión, parece imponerse el voto dirigido desde internet, apuntando en la dirección del neoliberalismo remozado. El objetivo no es otro que apurar al máximo lo de las viejas libertades propuestas por el liberalismo y dejar la economía estatal incluso sin pañales, es decir, pasando al empresariado todo su patrimonio de valor, dedicándose los ingresos corrientes a alimentar a la burocracia y suministrar lo que queda a los desfavorecidos por la fortuna para que se lo entreguen al mercado. Todo sea, al objeto de que lo exploten las empresas, para mayor gloria del capitalismo sistémico. La política de derechas o de la derecha desbordada —la que atiende a los intereses globales—, que no hay que confundir con la llamada peyorativamente ultraderecha —esa que pone el foco de atención en la preservación de los intereses locales—, siempre ha propuesto dejar pacer libremente al empresariado por el campo económico de las reservas estatales. Ahora avanza hacia la toma total de los restos del patrimonio local. La cuestión es que ya no se trata de que las empresas privadas de corte nacional tomen el control del negocio estatal y creen riqueza en términos locales, sino que sean directamente las empresas foráneas más significativas del capitalismo las que ordeñen el negocio y trasladen el fruto de la producción directamente a la sede del capital.
Un apunte final, podría ser, que no se alarme la tendencia progresista por estas muestras, todavía poco significativas, en cuanto a la aparente perdida del favor capitalista, dado ese incipiente desvío hacia la competencia. Puesto que, a pesar de que asomen al escenario directivo sus rivales de la derecha moderada —no la tan temida ultraderecha, como se dice—, los que realmente mandan seguirán inclinándose por los más diestros en el manejo del marketing político, y en eso les llevan la delantera los autodenominados progresistas. Aunque se produzcan aparentes sorpresas en los resultados del voto teledirigido, la política, entregada a los designios del capitalismo, seguirá siendo más de lo mismo. Lo concluyente es que el progresismo, dado su espíritu aperturista dispuesto para acoger con los brazos abiertos cualquier ocurrencia, continuará con su función de asemejarse a un imán de atracción de masas, por lo que tiene cuerda para rato y, en cualquier caso, siempre queda sitio para que manden todos, aunque sea por turnos. De lo que se trata en el fondo es que, con una u otra etiqueta, los gobernados cumplan con las exigencias del mercado, lo que hoy está garantizado con cualquiera que sea el que tome el timón del negocio político.
|