Cuando se consigue traspasar la primera etapa de incredulidad, no tenemos más remedio que conectarnos con el agudo dolor del darnos cuenta. Y el dolor de la muerte de un ser querido en esta etapa es como si nos alcanzara un rayo. Después de todos nuestros intentos para ignorar la situación, de pronto nos invade toda la conciencia junta de que esa persona murió, la hemos perdido. Y entonces la situación nos invade, nos desborda, nos tapa, de repente un golpe emocional tan grande desemboca en una brusca explosión. Esta explosión dolorosa es la segunda etapa del duelo normal. Es la etapa de la regresión y pataleos como si fuéramos niños. No encontramos las palabras oportunas, decimos cosas que quizá no tengan mucho sentido, estamos instalados en estado continuo de explosión emocional.
Clive Staples Lewis (Belfast 1898-Oxford 1963), profesor de Oxford y Cambridge, escritor de casi todas las temáticas posibles y un buen apologeta, sufre en su carne el zarpazo del sufrimiento: la muerte de su esposa, y decía que la muerte de los amigos le desnudaba como un árbol que pierde hojas, pero que la pérdida de su amada fue algo mucho peor, que fue el hacha que cayó sobre la base del árbol, hiriéndolo en su raíz, a fondo, en la profundidad de su alma. En el libro Una pena observada, cuenta como perdió a su mujer y quiso anotar en un cuaderno sus propias reacciones, y observar las primeras reacciones de desconcierto, rabia, protesta airada, y las sucesivas, hasta el final, cuando el ser querido vuelve al fin como apacible y amorosa compañía invisible.
¿Qué experimenta el hombre ante el dolor, qué piensa en su conciencia? C. S. Lewis había escrito 20 años antes el ensayo El problema del dolor, en un esfuerzo intelectual por esclarecer este misterio. Pero cuando lo experimentó en su piel, todo fue distinto, ya no era algo enigmático sino sufrido, y el diario que redactó a raíz de la muerte de su esposa Joy Davidman proclama este lamento sufriente: «Cada día no sólo vivo en pena, sino pensando lo que es vivir en pena». No sirve ninguna estrategia para que el dolor no duela. Lo único que está en sus manos es tratar de dar sentido al dolor que necesariamente ha de ser padecido. Los primeros días, hay rebeldía: tambalean las convicciones religiosas más profundas: "sentimientos, sentimientos, sentimientos. Vamos a ver si en vez de tanto sentir puedo pensar un poco... yo sabía que estas cosas, y otras de peores, ocurren a diario. Y habría jurado que contaba con ello. Me habían advertido –y yo mismo estaba sobre aviso- que no contara con la felicidad terrenal. Incluso ella y yo nos habíamos prometido sufrimientos… Claro, que es diferente cuando una cosa así le pasa a uno y no a los demás, cuando pasa en realidad, no a través de la imaginación”.
Es un replantearse todo desde la presente situación: “Sí, pero a pesar de todo, ¿puede suponer una diferencia tan enorme para un hombre en sus cabales? No. Ni tampoco para un hombre cuya fe no fuera de pacotilla y al que de verdad le importaran los sufrimientos ajenos. La cuestión está bien clara. Si me han derribado su casa de un manotazo es porque era un castillo de naipes, y yo no lo sabía”. La sensación de pequeñez y desnudez es total: “La fe que ‘contaba’ con todas estas cosas no era fe, sino simplemente imaginación… si a mí me hubieran importado –como creí que me importaban- las tribulaciones de la gente, no me habría sentido tan disminuido cuando llegó la hora de mi propia tribulación. Se trataba de una fe imaginaria jugando con fichas inocuas donde se leía ‘enfermedad’, ‘dolor’, ‘muerte’ y ‘soledad’. Me parecía que tenía confianza en la cuerda hasta que me importó realmente el hecho de que me sujetara o no. Ahora que me importa, me doy cuenta de que no la tenía…” y entonces es una prueba de fe: “es muy fácil decir que confías en la solidez y fuerza de una cuerda cuando la estás usando simplemente para atar una caja. Pero imagínate que te ves obligado a agarrarte a esa cuerda suspendido sobre un precipicio…”.
A propósito del ejemplo de la cuerda, pienso en alguna ascensión de escalada artificial, en la que me he visto colgado de la cuerda en un momento de descanso, sólo de una cuerda, y ese pensamiento de que estoy pendiente de un hilo ha venido a mi cabeza repentinamente.
El pensamiento de la muerte convierte a Dios en un presupuesto necesario, deja de ser una hipótesis innecesaria cuando no pienso en teoría sino en “mi muerte”.
Luego, con los días y semanas, va abriéndose una luz en la noche; sigue Lewis: “conviene entenderlo a derechas. Dios no ha estado ensayando un experimento sobre mi fe o mi amor con vistas a poner en claro su calidad. Esta calidad ya la conocía Él. Era yo quien no la conocía... Él siempre supo que mi templo era un castillo de naipes. Su única manera de metérmelo en la cabeza era desbaratarlo”. (Sus palabras reflejan el estado en que uno está dolido y se plantea el “por qué”, por eso piensa entonces que Dios quiere “desbaratar” nuestros planes). Es la hora de la verdad, ensayada y preparada en el tiempo, en el ejercicio de pequeñas cosas: “los jugadores de bridge me dicen que tiene que haber algún dinero circulando en juego porque si no ‘la gente no se lo toma en serio’. Parece que esto también es algo así. Se puede apostar por Dios o por la negación de Dios… depende de lo que se haya expuesto en el envite el que éste sea serio o no lo sea. Y nunca se entera uno de lo serio que era hasta que las apuestas se disparan a una altura horrible; hasta que se da uno cuenta de que no está jugando con fichas o con calderilla, sino que lo que está en juego es hasta el último penique que puede llegar a adquirirse en el mundo”. Es la hora de la prueba real… experimenta el dolor como miedo, como tedio y también como rebeldía frente a Dios. El sufrimiento ha convertido su vida en un «callejón angosto» y en un sinsentido. El dolor tiñe la vida con una sensación de permanente provisionalidad: “Antes nunca llegaba a tiempo para nada, ahora no hay nada más que tiempo, tiempo en estado casi puro, una vacía continuidad”. Hay sensación de egoísmo, y que eso es “justo lo que no debe ser… Me he quedado horrorizado. Por la forma en que he venido hablando, cualquiera tendría derecho a pensar que lo que más me importa de la muerte de H. son sus efectos sobre mí mismo”. La realidad queda deformada cuando se observa así, el sentimiento la ve como el palo metido en el agua que aparece torcido, algo sin sentido.
Puede ser muy duro, como expresaba santa Isabel de Hungría a la muerte de su esposo: “¡oh Señor, mi Dios!, ¡Dios mío, ahora el mundo entero ha muerto para mí, el mundo y todo su contenido de felicidad!” Es la locura de la fase de tristeza. Ese camino de ir viendo bien la realidad, con mirada de fe, lleva su recorrido, y ese tiempo de rabia es necesario para ir dando esos pasos: "para que ese proceso llegue a su término hace falta tiempo y a veces ayuda. Recuerdo que mi abuela decía: 'cuando perdí mi costat...'. El marido, la pareja, era en vieja expresión popular el costado, y cuando el costado, el apoyo, la compañía falta se nota el hueco, el vacío" (Lorenzo Gomis). Y es que "la muerte es el termómetro del amor". Sobre todo nos impactan las experiencias de la muerte de los demás, entonces tomamos en un sentido nuevo, más auténtico, de la muerte.
Jorge Bucay ve que después de tener conciencia de lo que pasó, viene la etapa de la furia: “Ya he llorado. Ya he gritado… ahora toca enfadarme”. ¿Con quién nos enfadamos? Depende... A veces nos enojamos con aquellos que consideramos responsables de la muerte: los médicos que no lo salvaron, el tipo que manejaba el camión con el que chocó, el piloto del avión que se cayó, la compañía aérea, el señor que le vendió el departamento que se incendió, la máquina que se rompió, el ascensor que se cayó, etc., etc. Nos enojamos con todos para poder pensar que tiene que haber alguien a quien responsabilizar de todo esto. O nos enojamos con Dios. Si no encontramos a nadie y aún encontrándolo nos ponemos furiosos con Dios y empezamos a cuestionarlo. O quizás nos enojamos con la vida, con la circunstancia, con el destino. Y arremetemos contra la vida que nos arrebata al ser querido. Lo cierto es que con Dios, con la vida, con uno mismo, con el otro, con el más allá, con alguien, siempre hay un momento en el que conectamos con la furia. Ahora con este y después con el otro. O no. En lugar de eso o además de eso nos enojamos con el que murió. Nos ponemos furiosos porque nos abandonó, porque se fue, porque no está, porque nos dejó justo ahora, porque se muere en el momento que no era el adecuado (“¡mira que morirse justo ahora, qué mala jugada me ha hecho!”), porque no estábamos preparados, porque no queríamos, porque nos duele, porque nos molesta, porque nos fastidia, porque nos complica, porque, porque, sobre todo porque nos dejó solos de él, solos de ella. A veces si muere mi mamá, me enojo con mi papá porque sobrevivió. Me enojo con el hermano mayor de mi padre, porque él vive y mi papá se murió. Sea con las circunstancias, sea con Dios, con la religión, con el vecino, sea con el que no tiene nada que ver o con quien sea, me enojo. Me enojo con cualquiera a quien pueda culpar de mi sensación de ser abandonado. No importa si es razonable o no, el hecho es que me enojo. Pero, ¿cómo puedo hacer eso? En el fondo, sé que los otros no son culpables de esto que los acuso. Lo que pasa es que la furia tiene una función, como la tiene el sangrado... Esta furia está allí para producir algunas cosas, como la sangre sale para permitir el proceso que sigue.
También podemos enfadarnos con nosotros mismos y lo que queríamos haberle dicho: que le queremos, o arreglar un asunto pendiente, o la pregunta de “qué más podía haber hecho por él”. Sensación de culpa, en definitiva. Es muy frecuente enfadarse porque había un hospital mejor donde llevarlo, una cura mejor para hacerle en aquel momento, podía haber puesto esos otros medios que hubieran sido más útiles… y claro, la culpa se puede echar a los médicos, que fallaron y “por eso murió”.
En ese mundo de los sentimientos, la ira aparece cuando ya somos capaces de sobrevivir a la pérdida, y nos sorprendemos de ello. Y a su vez dará paso a otros sentimientos, como la tristeza, soledad, pánico y otros tipos de dolor. La ira es así un proceso sanador (mientras no dure demasiado), que da paso a otros momentos… para ir más a fondo.
La tristeza todavía no va a aparecer porque el cuerpo se está preparando para soportarla. La furia tiene como función anclarnos a la realidad, traernos de la situación catastrófica de la regresión y prepararnos para lo que sigue; tiene como función terminar con el desborde de la etapa anterior pero también intentar protegernos, por un tiempo más, del dolor de la tristeza que nos espera. Para que pare la sangre habrá que taponar la herida con algo. Algo que sea justamente el resultado del sangrar. Porque si el paciente siguiera sangrando se moriría. Si el paciente siguiera furioso se moriría agotado, destrozado por la furia. En el proceso natural de la elaboración de un duelo aparece tarde o temprano una etapa de la culpa. Hay algo que hemos hecho mal, y hay como una necesidad de ofrecer un sacrificio, algo para arreglarlo, una “negociación”.
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