En estos días se han sucedido las declaraciones extremistas, transmitidas por unos y otros, ante la aprobación por parte del Papa Francisco de un documento del DDF (antiguo Santo Oficio), por el que se autoriza que los sacerdotes bendigan a parejas homosexuales y a parejas de hecho heterosexuales. Inmediatamente han sonado las voces ¿autorizadas? de cuantos le interesan muy poco las “cosas de la Iglesia”, de las que presumen de pasar, pero que aprovechan cualquier momento para meter baza calificando las actuaciones de los que queremos seguir la Buena Noticia de Jesucristo. Para mí lo importante es que se bendice –se dice bien- a aquellas personas que tienen una relación no demasiada cercana a los cánones eclesiásticos, pero que demuestran con su vida, que están en el camino del amor, el proyecto común y el respeto, con el compañero-a, siguiendo las recomendaciones de Jesús de Nazaret. En todas las familias tenemos ejemplos de esas relaciones “irregulares”, pero a las que bendecimos “bien decimos” por su vida y actitudes. La Iglesia no ha hecho más que reconocer un aspecto de la sociedad en consonancia con “los signos de los tiempos”. Sean pues bienvenidos y bendecidos aquellas personas que hasta ahora se sentían alejadas de la comunidad por decretos que hoy se han superado en parte. Yo, como cristiano, me siento muy feliz por el paso dado que yo, pasándome un poco, había asumido hace años. En el examen final de nuestra vida, que se nos anuncia en el capítulo 25 de San Mateo, se nos habla de las condiciones para ser bendecidos. Ahí está el quid de la cuestión. Y que conste que no soy ni un exégeta ni un experto en teología. Pero me agarro a lo más sencillo. “Venid benditos de mi padre porque cuando tuve hambre, etc.” Ojalá todos nos dediquemos a bendecir –bien decir- a cuantos nos rodean en vez de buscarle los tres pies al gato. Tendremos un mundo mejor.
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