Últimas hojas de otoño,
esperan al Redentor, para rendirle su amor a tan Divino Retoño.
Hasta el frondoso madroño se suma a tan lindo fin gozando, junto al jazmín, del bello acontecimiento: el próximo nacimiento del más noble Querubín.
La noche surge calmada, el frío no deja mella, las gentes buscan la estrella la Virgen, una morada.
San José con la mirada, escudriña sin cesar, donde podrá situar al Niño que va a nacer antes del amanecer para que sea su hogar.
No hay nervios ni pesadumbre en la emocionante espera, ni una inquietud pasajera, malestar o incertidumbre.
Pues con la modesta lumbre, la presencia de José, y su inquebrantable fe al Amor de los amores, la Virgen con sus dolores esperaba a su bebé.
Que desde la Eternidad, era el Mesías esperado, tal como había proyectado Dios mismo en su Inmensidad.
Desde aquella Navidad, la Tierra su faz cambió pues cuando Jesús nació, nos dejó su Amor profundo para iluminar al mundo ¡y el mundo resplandeció!
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