Hay una tendencia ridícula en la literatura de hoy en día y es la de iniciar el libro con una frase impactante. No importa que, tras esa frase, la retahíla de retórica que venga después, en cada uno de sus párrafos, no sea más que paja mojada de un vulgar granero. Lo que importa es que el lector, aquel descuidado lector, se sienta atraído por una portada de atractivo diseño y por una frase inicial que deje con ganas de resolver el enigma a la siguiente oración.
Es el marketing editorial de nuestros días. A quién le importa que el libro se lea o no. Lo que verdaderamente interesa es que se venda. Como se venden los churros que salen cada mañana en la máquina de extrusión del churrero de la esquina. Uno tras otro y haciendo caja a base de llenar el cuerpo de grasa, sin percatarse del sucio aceite en el que se han bañado previamente.
Algún que otro novelista del ámbito literario de nuestros días se ha vuelto un acérrimo defensor de los inicios sorpresivos de las novelas como la mágica revelación de lo que vendrá después. Pero nada más lejos de la realidad. Una buena novela, una gran novela tiene el don de mantener el pulso desde el inicio de la primera frase hasta su final. Sus letras, sus oraciones son venas colmadas de sangre por el bombeo de un corazón que no deja de latir. Un torrente sanguíneo que es tan líquido desde la partida hasta la llegada a cualquier órgano vital de los capítulos que configuran el libro. De nada vale que el corazón bombee con toda su potencia una arteria que al poco de avanzar frena la sangre porque los conductos se encuentran atascados por lípidos grasos y colesterol.
¿Cuántos libros de nuestra literatura actual se quedan apoltronados en las mesillas de noche al segundo capítulo? Llegado un punto en que, si tuviéramos la oportunidad de pasarnos por un almacén de libros, podríamos recabar la materia prima para edificarnos una casa a base de ladrillos literarios; ¿por qué no utilizar un libro, producto ya manufacturado, como un ladrillo que de sustento a los cimientos? Quizá se acabaría con el problema de la escasez de vivienda, a la par que se fomentaba el hogar biblioteca. Seguro que algún avezado empresario ya está contemplando la posibilidad. «Vive entre un mundo de ficción y de letras», podría decir el eslogan inmobiliario. «Tu casa, ladrillo a ladrillo, con la lista de los más vendidos».
El comienzo impactante de una novela, más o menos sorpresivo, más o menos sereno, no quiere decir que se lancen fuegos artificiales para dejar inicialmente fascinado al lector. Un comienzo impactante quiere decir que quién ha tomado ese libro entre sus manos acaba de adentrarse en una gruta llena de misterios y de sorpresas de las que difícilmente podrá escaparse ya.
Dijo Dostoievski, en Memorias del subsuelo, en sus primeras líneas: «Soy un hombre enfermo… Un hombre malo. No soy agradable. Creo que padezco del hígado». Una frase que no es otra cosa que la llave que gira la cerradura del interior de una casa oscura, de paredes desconchadas por las taras psicológicas y las contradicciones existenciales de un hombre que ha perdido a sus seres queridos y que naufraga en graves problemas financieros. A partir de ahí el lector no solo no se quedará en esa frase inicial, sino que terminará adentrándose en esa concepción tumultuosa de la vida.
«Cuando Gregorio Samsa se despertó una mañana después de un sueño intranquilo, se encontró sobre su cama convertido en un monstruoso insecto». Así comienza La metamorfosis de Kafka. No creo que exista en la literatura un inicio más sorprendente, por incómodo y angustioso. Pero la magnanimidad de la obra del escritor checo no radica exclusivamente en ese inicio, sino en toda la sucesión de mortificaciones existenciales a las que se ve sometido en la líneas que siguen a ese gran inicio. Párrafo tras párrafo el autor nos introduce en una agobiante historia donde el protagonista termina condenado a la soledad y al aislamiento hasta la muerte como única solución.
Delibes inicia su obra El camino con la siguiente frase: «Las cosas podían haber sucedido de cualquier otra manera y, sin embargo, sucedieron así». De esa manera tan sencilla, en la que el autor vallisoletano nos deja percibir la inviolabilidad del destino, sirve para introducirnos en una España de posguerra, de un mundo de fariseísmo beato con la sombra de la muerte y la tuberculosis que se cierne sobre la amistad y el amor.
Al contrario de lo que creen los iluminados del marketing y los escritores ad hoc de nuestros días, el gran comienzo no es el que da vida a la novela, sino que una gran novela es la que termina perpetuando en la memoria del lector un comienzo que se hará inolvidable.
Acaso cree alguien que, cuando Juan Rulfo escribió su novela, terminaría convirtiéndose en la obra referente de la literatura hispanoamericana, con un inicio tan simple e insulso como: «Vine a Comala porque me dijeron que acá vivía mi padre, un tal Pedro Páramo».Un inicio que en modo alguno haría sospechar a cualquier interesado por las letras que estaría abriendo las ventanas, de par en par, a un viento cargado de desconcierto y sugestión, de sospechas simbolistas y fantasmales.
«En el principio fue el verbo». Sí. Así comienza la lectura del Santo Evangelio según San Juan (1,1-18). E imaginamos una adormecida sarta de bendiciones sobre lo alto del púlpito por parte de un cura, en un templo cristiano, en un domingo cualquiera. Pero lo que no imaginamos es que ese mismo comienzo de salmodia y aburrimiento, esconde tras de sí una obra maestra de la literatura italiana. Un mundo turbulento en la cruenta e inquisitorial Edad Media, por culpa de un libro envenenado: El nombre de la rosa, de Umberto Eco.
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