A medida que vamos adquiriendo responsabilidades, vamos añadiendo cargas a nuestra vida. Y eso, supone crecer. Existen unas etapas vitales en las cuales no tenemos ningún tipo de preocupación porque nuestro sustento o realidad cae en otras personas, pero cuando nos vamos haciendo adultos, esto cambia por completo.
Resulta curioso cómo cuando somos pequeños, tenemos esa necesidad imperiosa de cumplir años para ser mayores pero cuando llega ese momento, somos conscientes del absurdo de ese pensamiento. Entrar en la vida adulta supone cortar con todo lo anterior, es decir, dejar atrás un mundo burbuja y adquirir pesos en una mochila que al principio puede parecer que no pesará, pero según las circunstancias que se nos den, ese equipaje podrá aún soportar más carga o en determinados momentos, ser más liviano.
Cuando las cosas nos van bien, no nos paramos a reflexionar porque actuamos, a veces, como meros autómatas, pero cuando se producen movimientos sísmicos esto cambia de forma drástica porque hay que reestructurar todo nuestro mundo. Hay que adecuarlo a la realidad que se puede generar y que en la mayoría de los casos, no depende de uno mismo. Y esto, sin querer o a veces, de forma obsesiva, hace pensar en el futuro. Y no es que sea malo porque es necesario adelantarnos a la vida y saber cómo reaccionar ante ella, pero sí que se convierte en algo peligroso cuando nuestra cabeza sólo se basa en divagar y elucubrar en los días futuros una y otra vez, sin centrarse en el presente y sobre todo, sin poder disfrutar con tranquilidad el momento actual
Para poder vivir, hay que tener una serie de necesidades cubiertas, un sustento económico que puede ser mejor o peor, un colchón de rescate que nos haga tirar de él si las cosas fueran mal y lo que es más importante, una red de apoyo social que nos ayude y motive para poder seguir adelante. Cuando algo de esto falla o simplemente, desaparece, ya se producen cambios. Pasamos de tener cierta estabilidad a una situación de incertidumbre en aquel aspecto que hemos perdido. Sentiremos que nuestro rumbo ya no es el que era y comenzaremos a pensar y a pensar sin parar. Llegaremos, incluso, a degenerar en esos propios juicios que se forman en nuestra cabeza para entrar en bucle.
De nada vale dedicar tiempo a esto si no ponemos unos límites. Hay que razonar y buscar alternativas a cómo resolver las situaciones no deseadas que nos manda la vida pero también hay que seguir viviendo el presente. No hay que aventurarse a saber qué pasará con uno mismo dentro de determinados años, porque lo único que sentiremos será agobio y porque lo cierto, es que no podremos saber la respuesta ya que puede suceder cualquier acontecimiento que haga que todo se modifique.
Tenemos que intentar vivir el día a día, el presente, el momento de ahora sin dejar de prestar atención a lo que pueda pasar mañana, pero no de forma obsesiva porque eso hace que perdamos muchas cosas por el camino y también, muchos instantes que no van a volver.
Las cosas pueden ir mal y podemos experimentar cierta ansiedad ante el futuro, a veces, más próximo y otras, mucho más lejano, pero por difícil que puedan parecer las cosas, siempre hay una solución que nos podrá convencer o no, pero que nos permitirá vivir sin tanto miedo al día de mañana. Y en todo esto, es muy importante contar con un entorno que nos de paz, que nos aporte seguridad y nos brinde empatía porque cuando estamos sumidos en rumiar un mismo pensamiento, es necesario salir y despejarse con otras reflexiones que nos permitan darnos cuenta de que la vida está llena de pensamientos maravillosos que pueden convivir con aquellos que más nos afligen.
La vida sólo es una y no nos permite retroceder en nuestras acciones. La vida es complicada para todos y existen situaciones que pondrán en duda todo nuestro sistema de valores, pero, aún así, siempre existe algo que nos permitirá fluir y estimar como realmente se merece, algo tan valioso como es el viaje de la vida. De nada vale estar pensando en el futuro porque así, desperdiciamos de forma constante, todo el presente.
|