La controversia sobre lo que se denomina meritocracia va más allá de lo que pueda sugerir una primera, y ligera, mirada. El asunto lleva aparejados raciocinios y emociones, así como rutinas y predilecciones, que rebasan el aspecto superficial de un posible debate. La meritocracia se puede entender como el procedimiento para que los distintos puestos de la política y, en general, del Estado, sean ocupados por los más aptos o cualificados; para lo segundo, se idearon, en nuestro entorno, con resultado opinables, las oposiciones y, en cuanto a los primero, aún no se ha inventado nada. También está la cuestión de la idiosincrasia cultural y de cómo se reparte entre las distintas naciones o ámbitos geográficos. En “El laberinto de los espíritus”(2016), escribía el desaparecido Carlos Ruíz Zafón que “la meritocracia y el clima mediterráneo son incompatibles por necesidad”, siendo ello “el precio que pagamos por tener el mejor aceite de oliva del mundo”.
Últimamente, en la Izquierda 'woke', parece que la meritocracia no está bien vista. Nunca lo estuvo en realidad, pues se la equiparó con la tecnocracia y, en la parte zurda del espectro político e ideológico, se tiende a considerar que no hay mérito sin credo ideológico. Sin embargo, el mérito individual fue un ingrediente cardinal en la crítica de la izquierda liberal al Antiguo Régimen. Se oponía al privilegio.
También la Izquierda marxista lo defendió, en cierto modo, como argumento para mejorar y ampliar las posibilidades de los trabajadores y, asimismo, asumió ese principio el feminismo. Es más, según Adrian Wooldridge (1) la meritocracia hizo el mundo moderno y la izquierda jugó un papel básico en ello. Pero los roles han variado y, ahora, mientras la derecha aboga por partir del talento como algo justo y democrático, desde la otra orilla ya no se considera que ello promueva la igualdad. Y es posible que, en ciertos aspectos, esa concepción pueda acercarse a la verdad en el cómputo global de la sociedad, pero, si nos restringimos a lo político o a la administración del Levatián, la cosa cambia.
En relación con tan complejo asunto, traigo a colación a Ayn Rand que, allá por los años cincuenta del siglo XX, tuvo relevancia en el ámbito de las letras y el pensamiento, y fue feminista empoderada “avant la lettre”, si bien es poco conocida en el presente, tal vez por su anticomunismo. En “La rebelión del Atlas”, obra de peso, en el sentido metafórico y literal (más de 1200 páginas), describe un entorno encaminado a la planificación central, progresivo y no revolucionario, y que se asemeja mucho al mundo que se suele anticipar como resultado de la agenda 2030. En dicha obra, cuya lectura ardua recomiendo, además de muchas otras cuestiones, aparece la de un progresivo abandono del concepto de logro individual en función de una asfixiante deriva no solo hacía el colectivismo económico sino también hacía otros de índole social y mental progresivamente inoculados tanto en el universo de la empresa como en el del Estado, dirigido no por los más capaces sino por los más afines y obedientes.
Yo creo que el talento y el mérito se pueden medir, pues somos desiguales en capacidades y grado de bondad por el sorteo de genes que supone la reproducción sexual (aunque luego el entorno también influya) y ello ocurre al margen de la ideología, la raza, la religión o el sexo, que no se debieran utilizar para discriminar a las personas (aunque se trate de la discriminación llamada positiva) tal y como sentencia la Declaración Universal de los Derechos Humanos. 'Eppur si muove', dicen que dijo Galileo. (1) Wooldridge, A. “ The Aristocracy of Talent”. 2021
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