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Soberano sin corona

En la práctica, el constitucionalismo es un producto jurídico ideado por los antiguos representantes del gran capital para ilusionar a las gentes y manejar entre bastidores su destino
Antonio Lorca Siero
miércoles, 24 de enero de 2024, 09:25 h (CET)

En la práctica, el constitucionalismo es un producto jurídico ideado por los antiguos representantes del gran capital para ilusionar a las gentes y manejar entre bastidores su destino. Sirvió de fundamento a lo que se bautizó como Estado de Derecho. Atento al principio del imperio de la ley, esta pasó a ser el alma del sistema, un producto maleable que atendía, en teoría, al interés general, pero venía afectada por intereses particulares. En el vértice de la pirámide normativa, en su condición de representación material de ese imperio de la ley, se suele escribir con letras de oro que la soberanía nacional reside en el pueblo. De él emanan, más o menos, los poderes del Estado, que se han separado, tanto para dejar claras sus funciones específicas como para evitar lo que se ha llamado la concentración de poder. Vistas así las cosas, el pueblo sería el soberano, con corona y territorio. Sin embargo, este postulado político, se encuentra afectado por las circunstancias de los nuevos tiempos.


A tenor de lo que difunden los medios, en su condición de oráculo de la verdad doctrinal que emana del poder del dinero, es posible observar que, cuando se habla de asuntos que afectan, en este caso, a la soberanía del pueblo español, se coloca en un plano superior a la UE. Entregada la soberanía nacional a un proceso de sumisión de la vaga idea imperial que la UE representa, el hecho es que la primera va decayendo a medida que aumenta la dependencia de la segunda, mientras que simultáneamente empieza a mostrar deficiencias otra pieza política clave para hacer viable el Estado de Derecho, tal como ha resultado ser la democracia del voto. Es evidente que si hay alguien que manda por encima del soberano, resulta que ya no es soberano, por lo que sería apropiado, para economizar tiempo y dinero, que los legítimos representantes del pueblo español, que postula esa democracia al uso, vinieran designados sin tapujos, directamente a dedo, desde la sede del imperio europeo, sin enredar al ciudadano nacional con votaciones día sí y día no. Propuesta que, si bien sería objeto de anatema en el ámbito constitucional, parecería algo realista, si se tiene en cuenta que la dirección política a seguir en este país viene dada desde fuera, y los de aquí apenas cuentan en lo sustancial del asunto social, de la política y, mucho menos, de la economía.


Cuando en el terreno de los tres poderes estatales, los medios de difusión resaltan, cada dos por tres, que hay que consultar a la UE sobre esto o aquello y, en general, para la toma de decisiones de cierta trascendencia, la cuestión de quién gobierna realmente, al margen de florituras jurídicas, queda aclarada. Resulta que quien manda, aunque no gobierne, es la dirección de ese imperio menor, sucursal del gran imperio americano. Si había alguna duda de que la soberanía reside en el pueblo, pero la ejerce la institución que efectivamente manda, las actuaciones de los tres poderes en tales puntos, que se someten a que la UE otorgue el visto bueno o muestre sus reparos, lo deja más claro todavía.


Consecuencia de todo lo anterior es que, en el fondo, resulta que el pueblo ha pasado a ser algo así como un soberano sin corona, desposeído de territorio en el que ejercerla. La razón es que no gobierna ni tampoco manda, porque tal función ha sido asumida por otros. Si se pretendiera encontrar una base argumental de tal situación, habría que remitirse al modelo que sirve de soporte al poder que hoy permite imponer las determinaciones últimas del que, a la sazón, ejerce como dominante. Lo que también resulta meridianamente claro. Este soporte no es otro que disponer de ingentes cantidades de dinero para distribuir entre los afiliados, en términos más suaves, lo que se ha llamado las remesas, para luego hacerlas llegar al empresariado local, una vez que pasan por el filtro burocrático con fines depurativos —dicho sea en sentido amplio—, que el ciudadano contempla, más tarde, como materialización de ese progreso asociado al mercado. Si como castigo, en caso de incumplimiento de los mandatos europeístas, esas remesas se congelan, entrando en acción lo que se asemeja bastante a la violencia económica, el negocio de algunos se resiente y, del lado de las masas, en lo superficial, resultan estar menos entretenidas en el marco del progreso espectáculo. En conclusión, el país tiene que tragar con lo que le echen, para no quedar marginado del atractivo de esas remesas.


De tal despliegue de autoridad foránea, plenamente reconocida y asumida, lo que se ofrece a la ciudadanía es la parte del espectáculo mediático. No obstante, lo fundamental se le escatima, porque se oculta en la trastienda; lo otro, se traduce en influencia cultural, por aquello de asentar la cultura europea, y solamente lo más llamativo queda a la vista, como ese aire de modernización de las ciudades, en busca de un futuro sostenible, cosmopolita y limpio de contaminación atmosférica. Esto último es lo que más luce, porque el efecto remesa, en parte, puede verse reconducido, por citar algunos ejemplos, a trazos llamativos sobre el asfalto, contenedores de vistosos colores, ornamentos vanguardistas, muchas bicicletas, más patinetes, incluso tranvías, los obligados coches eléctricos, junto con ocurrencias variadas y más ocurrencias. Diseñado todo ello para mejorar la calidad de vida, en la práctica, es útil, al menos, para imponer nuevas prohibiciones a las personas y conceder mas poder a la burocracia mayor, e incrementar el negocio sancionador entregado a la respectiva autoridad local.


Mientras, el pueblo soberano contempla el espectáculo ya sin corona y sin territorio.

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