Cada vez que en España se habla de solucionar algún conflicto periférico, siempre hacen acto de presencia los “salvadores de la patria” para intentar boicotear las posibles soluciones que las partes en conflicto consideran oportunas para rebajar la tensión y llegar a algún tipo de acuerdo satisfactorio. Que entre España y Cataluña hace tiempo que existe un conflicto en letargo no es ninguna novedad. La praxis de los catalanes lo mantuvo dormido, Suárez hizo aterrizar en la plaza Sant Jaume al anciano Tarradellas y con él reinstauró la Generalitat de Cataluña que las tropas franquistas habían arrebatado en marzo de 1939. Después, en diciembre de 1979, como un regalo navideño, llegó el Estatuto de Autonomía, y 23 años de “pujolismo” que venían muy bien a los gobiernos de Madrid fueron del color que fueron.
Aquel Estatut de las Navidades de 1979 a los catalanes se les había quedado estrecho, les apretaba como un chaleco dos tallas más pequeñas que la que querían, y, aunque algunos avisaron a Madrid de que crecía la desconfianza entre los catalanes, Montilla hablaba del “catalán cabreado”, Madrid no hizo caso hasta que en el 2006 el Congreso español y los catalanes en referéndum aprobaron un nuevo Estatut. Inmediatamente el PP, con Rajoy y Aguirre al frente salieron a las calles y plazas de España a recolectar firmas contra ese Estatut, más de cuatro millones de españoles firmaron, “contra Catalunya” pensaba más de uno de los signatarios porque así se lo decían quienes les pedían la firma. No sólo el PP presentó recurso contra el Estatut ante el Constitucional sino que también el Defensor del Pueblo, el socialista Enrique Múgica, también lo hizo. Era un "todos contra el Estatuto".
Y cuatro años después, en el verano del 2010, aparecen los jueces del Constitucional, en aquellos momentos con mayoría conservadora, y hacen suyas las demandas de los recurrentes “populares” y el Defensor del Pueblo, y pasan el cepillo al texto aprobado por el pueblo catalán, dejando aquellas reformas estatutarias de mínimos en papel mojado. Algunos, como Alfonso Guerra, vieron aquella sentencia como una victoria, incluso el eterno diputado Guerra, dijo “nos hemos cepillado el Estatut”.
Aquella sentencia fue un simbólico toque de corneta en el alma de muchos catalanes que ante esa afrenta de los jueces del Constitucional despertaron al independentismo. Después vendrían ya las multitudinarias pacíficas manifestaciones de cada 11 de Septiembre, y las reivindicaciones por el derecho a decidir, hasta llegar al 1-O.
Pedro Sánchez ha hecho de la necesidad virtud y ha tenido que pactar con Junts y ERC una ley de amnistía que ha vuelto a revolver los estómagos de muchos de sus votantes y de las derechas. Y, de nuevo, un grupo de jueces están alerta y dispuestos a no permitir una ley que no les gusta, la de la amnistía. Aznar tocó a “generala” haciendo un llamamiento a los suyos porque cada uno desde su sitio impedirá la aplicación de la ley. Y algunos, como el juez García-Castelló, conocido por sus inclinaciones a salvar de la Justicia a miembros de la cúpula del PP, se han tomado en serio el papel de salvador de la patria.
Y pese a que su forma de actuar pueda bordear la prevaricación, desde su trono del “juzgador implacable” se ha sacado de la chistera una acusación de terrorismo contra algunos de los acusados por los hechos del tsunami democrático en el aeropuerto de El Prat. Se ha inventado la presencia de armas entre los manifestantes, donde los Mossos en su informe hablan de piedras, extintores y carritos maleteros García-Castelló ve armas letales y conspiraciones contra la Corona. Como quien saca un conejo del sombrero ha sacado un muerto, que murió por infarto lejos del lugar de los hechos y que fue atendido de forma inmediata. Por actuaciones como ésta es fácil entender por qué el PP se niega a la renovación de la cúpula judicial.
El PP, desde la prensa amiga y la tribuna del Congreso, apunta y los jueces disparan.
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