Mientras iba una hija al entierro del padre, murió en coche… la madre, desconsolada, me decía: “me estrellaría la cabeza contra la pared, si sirviera de algo… pero tiene que haber algún sentido… no es posible tanto absurdo”. Y mirando su otra hija, pensaba: “yo que quise solo una, menos mal que Dios me dio otra, sino que haría ahora… me queda este consuelo”. Sí, tiene que haber algún sentido… En la Biblia se asocia el mal al pecado como su raíz. Nuestro dolor produce una soledad y sobre todo angustia al ver que la vida se escapa sin remedio, que la permanencia de esa persona no continúa. Esta experiencia absolutiza lo negativo, y a pesar de la ausencia entre nosotros una luz de esperanza nos hace pensar que su vida se encamina hacia la eternidad. Pero Jesús nos dio la clave para leer bien –no con la cabeza, que es imposible, sino con el corazón- ese lenguaje del dolor: con el amor. Cuando pensamos en el dolor de los demás llevamos mejor el nuestro… cuando pensamos en la cruz de Jesús, llevamos mejor la nuestra porque nos la dejamos llevar por Él, y la vemos como camino a la gloria. Dios mismo permitió que Jesús, siendo su Hijo único, experimentara el dolor máximo. Jesús muere en medio de dolores atroces en su cuerpo, pero con una infinita paz. «El sufrimiento humano ha alcanzado su culmen en la pasión de Cristo. Y a la vez ésta ha entrado en una dimensión completamente nueva y en un orden nuevo: ha sido unida al amor, a aquel amor del que Cristo hablaba a Nicodemo, a aquel amor que crea el bien, sacándolo incluso del mal, sacándolo por medio del sufrimiento, así como el bien supremo de la redención del mundo ha sido sacado de la cruz de Cristo, y de ella toma constantemente su arranque. La cruz de Cristo se ha convertido en una fuente de la que brotan ríos de agua viva». Son palabras de Juan Pablo II, que a modo de compendio puso en Salvifici doloris lo que dice la Iglesia sobre este gran misterio: el «sufrimiento parece ser particularmente esencial a la naturaleza del hombre», el cual desde su nacimiento es frágil de manera que su cuerpo experimenta la sed, el hambre, el calor; si se corta, sangra y experimenta el dolor en su carne, de hecho el mismo Cristo, lo vivió en toda la magnitud que cualquier hombre lo puede vivir, e incluso hasta el mismo extremo. Se va vislumbrando con una mirada de fe, que Dios permite todo esto, porque de ahí sacaría un bien. El cuerpo muere, pero hemos sido creados para la Vida. Y esto lo vemos al contemplar la naturaleza, y esas experiencias de lo alto que podemos tener en nuestro corazón, esos santos advenimientos que nos hacen sentir que hay algo más allá de la muerte, que una morada celestial nos esperan al concluir nuestro tiempo aquí en la tierra. La manera mejor de salir de la espiral del dolor, cuando no se puede curar, es trascenderlo: cuando se sufre por una persona, cuando se pasa de aguantar a aceptar (porque hay comprensión, es decir esperanza), cuando se pasa al ofrecimiento, a la vida como donación y sacrificio, entonces ya no es algo impuesto el dolor sino libre, como Jesús que da la vida y nos muestra que la esencia del sacrificio no es el dolor, sino el amor (no somos masoquistas)… así “Cristo nos consuela en todas nuestras tribulaciones, para que podamos consolar a otros en cualquier aflicción con el consuelo con que nosotros mismos somos consolados por Dios” (2 Cor 1,4). Jesús ha roto el círculo infernal de la muerte encerrada en sus límites; ha abierto la puerta de la esperanza, un camino que conduce a alguna parte, allá donde el amor existe. -“Yo soy el Camino, la Verdad, la Vida. Nadie viene al Padre sino por mí”: El es la única senda que enlaza el Cielo con la tierra. En medio del dolor de corazón, podemos escuchar la voz de Jesús: «No se turbe vuestro corazón. Creéis en Dios: creed también en mí» (Jn 14,1). A la derecha del Padre, Él acaricia como un sueño ilusionado de su misericordia el momento de tenernos junto a Él, «para que donde esté yo estéis también vosotros» (Jn 14,3). Santa Teresa de Ávila decía que esta vida es como una mala noche en una mala posada, pero Él Señor nos acompaña siempre ahí donde estamos. Podemos ahora decir que con Cristo y en Cristo, el hombre puede vivir el misterio del dolor y el sufrimiento en paz. Y es que en Cristo, el hombre es liberado de todos sus temores, principalmente el de la muerte eterna. Con ello, no se quita el sufrimiento pero no es ya capaz de atemorizar al hombre, no tiene ya poder sobre él, la cruz de Cristo ha tenido un poder liberador: quien vive en Cristo, no ve la muerte como un fin sino como un paso a algo mejor, y su respuesta al sufrimiento no será de desesperación sino de paz. Y seguía diciendo Juan Pablo II: «La cruz de Cristo arroja de modo muy penetrante luz salvífica sobre la vida del hombre y, concretamente, sobre su sufrimiento, porque mediante la fe lo alcanza junto con la resurrección: el misterio de la pasión está incluido en el misterio pascual» De ahí surge el perdón y brota la esperanza, y el sufrimiento no prevalece sobre él, no lo privar de su propia dignidad. Recuerdo un joven que en momentos de dolor agudo (tenía un cáncer en el cerebro, incurable) quería sufrir y unirse, como Cristo, de una manera más íntima al Padre (le recomendé que dejara que le pusieran calmantes, como así se dejó ayudar). Nos vemos envueltos en el misterio del dolor (cf 2 Cor 1,5), pero podemos vivirlo con ojos nuevos. He visto en algunas personas sufrientes esa certeza interior de san Pablo: "completo lo que falta a los padecimientos de Cristo" Por eso, vemos que la persona que ha tenido dificultades, crece mientras que otras que no han pasado penalidades permanecen en una cierta mediocridad. «El sufrimiento, más que cualquier otra cosa, es el que abre el camino a la gracia que transforma las almas. El sufrimiento, más que todo lo demás, hace presente en la historia de la humanidad la fuerza de la Redención» (sigue Juan Pablo II). El sufrimiento nos abre los ojos para ver el de los demás y hacer de Buen Samaritano, honrar los que han muerto cuidando los que viven, pues la vida continúa… y él/ella desde el cielo estará contento si actuamos así. Y así le ayudamos, como seguía recordando Juan Pablo II: «No nos está permitido "pasar de largo", con indiferencia, sino que debemos "pararnos" junto a él. Buen samaritano es todo hombre, que se para junto al sufrimiento de otro hombre de cualquier género que ése sea. Esta parada no significa curiosidad, sino más bien disponibilidad». Y pasaríamos de largo si nos encerramos demasiado en nuestro luto, si dejamos que se amarguen a nuestro lado por causa de nuestro dolor morboso. No se trata solo de tener compasión, sino de buscar el medio para hacernos presentes y solidarios, para verdaderamente acompañarlo mientras transita por en medio del misterio del dolor. Es por ello que «en el programa del reino de Dios, el sufrimiento está presente en el mundo para provocar amor, para hacer nacer obras de amor al prójimo, para transformar toda la civilización humana en la "civilización del amor". En este amor el significado salvífico del sufrimiento se realiza totalmente y alcanza su dimensión definitiva». Sin duda, es una perspectiva que nos ayuda vislumbrar que hay mucho más allá de lo que vemos, y que si la cabeza no alcanza a entender muchas cosas, la intuición del corazón nos da pistas para confiar…
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